Película recomendada: “Un hombre de los dos reinos” (en Hispanoamérica); “Un hombre para la eternidad” (en España); “A man for all seasons” (título original en inglés).
Es una película británica del género histórico, religioso y dramático, del año 1966. Está basada en la obra de teatro homónima, autoría del historiador y escritor británico Robert Bolt, guionista también de la película. En teatro se representó con éxito durante años en Londres. De hecho, el actor principal de la película, Paul Scofield, un veterano actor teatral, representaba a Tomás Moro también sobre el escenario (volveremos enseguida con él).
La película trata acerca del conflicto desatado entre santo Tomás Moro y el rey de Inglaterra Enrique VIII en el siglo XVI, a causa del divorcio del monarca británico con Catalina de Aragón, su posterior matrimonio con Ana Bolena, y el cisma religioso anglicano al separarse de la autoridad del Papa Clemente VII, quien se negó a concederle la nulidad matrimonial por muy rey que fuera, pues se trataba de un matrimonio legítimamente constituido. Debe sumarse además el contrapunto con sus adversarios, en particular Thomas Cromwell, el envidioso y ladino secretario real, y la traición de quien primero se mostraba como su amigo, el pérfido Richard Rich. Unas palabras para la escena final de la película, sin caer en spoilers: seca, abrupta, sin concesiones. Como corresponde a la finalización de la vida terrena de un mártir, y sólo seguida de una voz en off que narra en pocas líneas cómo terminaron los demás protagonistas de la historia.
La película, que supo ganar todos los principales premios Oscar (mejor película, director, actor, y otros tres más), congregó un elenco extraordinario para la época. En primer lugar, al ya citado Scofield (a quien, además de su estupenda caracterización como Sir Thomas More hay que agregarle el trabajo de maquillaje, que fue mostrando con destreza su deterioro físico en prisión, como contrapartida de su fortalecimiento espiritual a medida que se acercaba el injusto juicio y sentencia). Y junto con el protagonista podemos ver una breve pero fundamental aparición del célebre Orson Wells como el Cardenal Wolsey, y a Wendy Hiller, como Alicia, la sufrida y fidelísima esposa de Tomás Moro. Encontramos además en el papel de Enrique VIII al multifacético Robert Shaw (más conocido por sus papeles del pétreo asesino Donald “Red” Grant, en la película de James Bond “Desde Rusia con amor”, de 1963, y principalmente como el capitán Quint de la película “Tiburón”, de 1978), quien pasa con maestría actoral desde la risa estentórea al enfado sin límites. Podría seguirse con un larguísimo etc., pero queremos destacar a unos jóvenes Susannah York (en el papel de Margaret, hija de Tomás) y John Hurt (en el papel del personaje más despreciable del drama: Richard Rich). Cabe señalar de estos dos últimos que, luego de esta película, no pararían de trabajar en el cine, en grandes producciones (como ser York en “Superman: la película” de 1978 -la mejor de todas sobre el forzudo Kryptoniano, en mi modesta opinión; y Hurt en “Alien”, de 1979, o su más grande desempeño como “El hombre elefante”, de 1980).
Si una película merece ser vista y recordada como una fiel y perfectamente filmada hagiografía (vida de un santo, aunque en este caso de la vida de Tomás Moro se narran los momentos decisivos de su existencia terrenal), esa es sin duda “Un hombre de dos reinos”. Santo Tomás Moro no solo es mostrado como un hombre íntegro, sereno, por momentos mordaz sin buscar dañar (es legendario el sentido del humor de Moro, muy british), fiel a sus principios (brindando una estatura moral ejemplar para cualquier espectador, creyente o no), sino además como un cristiano sólido, bien formado en la fe, de la cual se manifiesta inclaudicable, y fundamentalmente como un mártir cabal (sin descuidar la zozobra y a la vez la entereza que acompaña a todo mártir en los últimos momentos, lejos de las imágenes de mártires que van a los saltos y sonriendo a todo el mundo).
El componente artístico y técnico de la película es insuperable. Es una película del tipo “teatral” (de hecho, como se dijo, así es el origen de la obra), con un ritmo probablemente muy cansino para el ritmo frenético del cine contemporáneo. Pero aun así es muy llevadera, entre otras cosas porque va cambiando de escenario continuamente (del castillo real a la prisión, de la prisión al tribunal, etc.). Al respecto de lo estrictamente técnico, no podemos alabar mucho los ambientes, porque fue filmada en Inglaterra, en castillos y locaciones auténticas (por lo cual no se da el mérito de decorados hechos artesanalmente en carpintería), pero sí exhibiendo coloridamente la majestuosidad de los espacios y jardines palaciegos, solemnemente los espacios tribunalicios, o sombríamente los calabozos. La vestimenta utilizada para recrear la época es impecable, ciertamente se nota que se tuvo muy en cuenta este detalle, tantas veces descuidado, incluso en obras muy renombradas. La música de Georges Delerue acompaña de manera adecuada las no muchas escenas musicalizadas, en tono intimista, no grandilocuente (como podía esperarse de una película de este tipo, a excepción, tal vez, de los créditos finales). La fotografía perfecta, como pinturas de artistas clásicos, con énfasis en los rostros (por supuesto, sobre todo, el de Tomás Moro, que literalmente se “devora” la película con sus gestos, ademanes y expresiones). Un crítico experto de cine escribe con acierto: “Por supuesto la película de Zinnemann no sería lo mismo sin la interpretación de Paul Scofield, que dio vida al mejor Tomás Moro posible. Con un absoluto control de sus gestos faciales, Scofield, que no se prodigó en cine todo lo que nos habría gustado a algunos, hace de su serenidad y tranquilidad —características del propio Moro— su arma más infalible. Una serenidad que causa un mayor impacto cuando Moro es totalmente acorralado por la injusticia de la justicia, y sólo le queda su templanza y sentido del humor” (Alberto Abuín, 2017).
El Padre Aníbal Fosbery, fundador de Fasta, era un cinéfilo confeso, admirador sobre todo del cine clásico, con una predilección particular por las películas de cowboys (siempre me quedaré con las ganas por no haberle consultado cuál era su película favorita de John Wayne, aunque lo intuyo). A sabiendas de su gusto por el buen cine, en cierta oportunidad me acerqué para decirle lo siguiente: “Padre, seguro que la has visto alguna vez, por eso te pregunto: ¿qué opinas de la película «Un hombre de dos reinos»? A lo cual, abriendo pródigamente sus ojos, me respondió con una sola palabra: “¡Extraordinaria!”.
En fin, que esta película es una lección de cine y, sobre todo, una lección de vida y muerte cristiana. El ejemplo de un santo que debió afrontar el fin de su existencia terrena de manera excepcional, contra todos los poderes y traiciones de lo peor del mundo de los hombres, porque él “estaba en el mundo, pero no era del mundo” (cfr. Jn 17,1-16), y entregó su vida manifestando que antes de someterse a su rey en el tiempo debía sobre todo mostrarse fiel a su Rey eterno, reiterando con su testimonio ante el monarca inglés las palabras del Apóstol a los miembros del Sanedrín: “Juzguen si está bien a los ojos del Señor que les obedezcamos a ustedes antes que a Dios” (Hch 4,19).