Espiritualidad

"La espiritualidad conforma un modo personal y colectivo de expresar la experiencia del Misterio de Dios"

Fr. Dr. Aníbal E. Fosbery O.P., "La espiritualidad de Fasta"

29 de junio

“La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a San Pedro y a San Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo”, nos dice el Papa Benedicto XVI.

Para reflexionar sobre San Pedro y San Pablo

Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?»

Ellos le respondieron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas.»

«Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?»

Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»

Y Jesús le dijo: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y Yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.»

Son varios los motivos que nos llevan a recordar y celebrar a estos santos de modo conjunto. Quizá podemos comenzar diciendo que ambos son columnas fundantes y espirituales de la Iglesia. Jesús mismo le dijo a Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt. 16, 18). Con estas palabras, Pedro pasó a ser la “roca”, la piedra fundante de la Iglesia. Y también, dada esa misión por el mismo Señor, se comprometió a “apacentar el rebaño” a él confiado. También, luego de la Resurrección de Jesús, Pedro asumió ser cabeza de la Iglesia, dirigiendo y guiando a los apóstoles y encargándose de que los discípulos mantuvieran viva la fe verdadera. Por su parte, el apóstol Pablo, luego de su encuentro con Cristo y de su conversión, se dirigió a Damasco donde fue bautizado. Y desde allí pasó toda su vida anunciando el Evangelio, por eso es llamado “el apóstol de los gentiles”. Predicó la Buena Nueva sin descanso, como lo podemos constatar en todas las cartas que envía a las incipientes comunidades de cristianos.  Así lo expresaba el Papa Benedicto: “Sintiendo cercana la muerte escribe a Timoteo “he luchado el noble combate”. No es ciertamente la batalla de un caudillo, sino la de quien anuncia la Palabra de Dios, fiel a Cristo y a su Iglesia, por quien se ha entregado totalmente. Y por eso el Señor le ha dado la corona de la Gloria y lo ha puesto, al igual que a Pedro, como columna del edificio espiritual de la Iglesia”.

Ambos apóstoles, a su vez, padecieron el martirio en Roma. Fueron detenidos y martirizados en la prisión Mamertina, también llamada el Tullianum, ubicada en el foro romano en la antigua Roma. San Pedro pasó sus últimos años en Roma guiando a la Iglesia durante la persecución, hasta su martirio en el año 64. Fue crucificado de cabeza a petición propia, por no considerarse digno de morir como su Señor. Fue enterrado en la colina del Vaticano y la Basílica de San Pedro está construida sobre su tumba. San Pablo fue decapitado en el año 67. Está enterrado en Roma, en la Basílica de San Pablo de Extramuros. De allí, también, que ambos sean patronos principales de la Iglesia de Roma. 

“La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a San Pedro y a San Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo”, nos dice el Papa Benedicto XVI. Por eso es importante poder celebrar en un mismo día el testimonio de estos dos grandes apóstoles y mártires que dieron su vida por el Evangelio, anunciando y proclamando con su vida que Cristo murió y resucitó para salvarnos. 

En esta festividad de los apóstoles Pedro y Pablo le pedimos al Señor la Gracia de vivir también nosotros como apóstoles. Así nos lo enseñaba nuestro padre Fundador: “Asumir nuestra vocación de apóstoles, es decir, hombres y mujeres dispuestos a implantar la Iglesia con su sangre, como Pedro. Dispuestos a beber el cáliz del Señor, a participar con sus vidas en el misterio de la salvación y santificación que nos viene del costado abierto de Cristo Crucificado. Beber el cáliz del Señor, caminar cada uno su propio itinerario espiritual hacia el encuentro santificante con el Cristo, y desde ahí poder crecer cada vez más en comunión de amistad con el Dios, que es nuestro Padre, con el Cristo, que es nuestro hermano, el primero de una multitud de hermanos, con el Espíritu Santo que nos santifica y nos recrea en la Salvación”. 

Te invito a rezar

En esta fiesta litúrgica de los Santos Pedro y Pablo, la Iglesia celebra a su vez el “día del Papa”, por eso te invitamos hoy especialmente a unirte en oración por nuestro querido Papa Francisco:

Señor, Buen Pastor de la Humanidad,

que confiaste a Pedro y a sus sucesores

la misión de fortalecer a los hermanos en la fe

y de iluminarles en la escucha de la Palabra, 

te pedimos que tu Espíritu de Sabiduría

ilumine al Papa Francisco en su misión de Sucesor de Pedro;

que tu misericordia le proteja y conforte;

que el testimonio de tus fieles le anime en su misión

y que la tierna presencia de María sea para él señal de tu amor.

Que él sea fuerte en la fe, audaz en la esperanza y celoso en la caridad.

Tu que vives y reinas con el Padre, en la unidad del Espíritu Santo, 

por los siglos de los siglos. Amén. 

San Juan Pablo II

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“Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos”.

Mt. 18, 20

Déjanos tus intenciones, rezamos por ellas:

En el principio ya existía aquel que es la Palabra,

y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios.

Ya en el principio él estaba con Dios.

Todas las cosas vinieron a la existencia por él

y sin él nada empezó de cuanto existe.

Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres.

La luz brilla en las tinieblas

y las tinieblas no la recibieron.

 

Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.

Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz,

para que todos creyeran por medio de él.

Él no era la luz, sino testigo de la luz.

 

Aquel que es la Palabra era la luz verdadera,

que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

En el mundo estaba;

el mundo había sido hecho por él

y, sin embargo, el mundo no lo conoció.

 

Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron;

pero a todos los que lo recibieron

les concedió poder llegar a ser hijos de Dios,

a los que creen en su nombre,

los cuales no nacieron de la sangre,

ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre,

sino que nacieron de Dios.

 

Y aquel que es la Palabra se hizo hombre

y habitó entre nosotros.

Hemos visto su gloria,

gloria que le corresponde como a unigénito del Padre,

lleno de gracia y de verdad.

 

Juan el Bautista dio testimonio de él, clamando:

“A éste me refería cuando dije:

‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí,

porque ya existía antes que yo’ ”.

 

De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia.

Porque la ley fue dada por medio de Moisés,

mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo.

A Dios nadie lo ha visto jamás.

El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre,

es quien lo ha revelado.

Palabra de Dios

Queridos hermanos y hermanas, queridos jóvenes:

Como cada año, en el Domingo de Ramos, nos conmueve subir junto a Jesús al monte, al santuario, acompañarlo en su acenso. En este día, por toda la faz de la tierra y a través de todos los siglos, jóvenes y gente de todas las edades lo aclaman gritando: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».

               Pero, ¿qué hacemos realmente cuando nos unimos a la procesión, al cortejo de aquellos que junto con Jesús subían a Jerusalén y lo aclamaban como rey de Israel? ¿Es algo más que una ceremonia, que una bella tradición? ¿Tiene quizás algo que ver con la verdadera realidad de nuestra vida, de nuestro mundo? Para encontrar la respuesta, debemos clarificar ante todo qué es lo que en realidad ha querido y ha hecho Jesús mismo. Tras la profesión de fe, que Pedro había realizado en Cesarea de Filipo, en el extremo norte de la Tierra Santa, Jesús se había dirigido como peregrino hacia Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Es un camino hacia el templo en la Ciudad Santa, hacia aquel lugar que aseguraba de modo particular a Israel la cercanía de Dios a su pueblo. Es un camino hacia la fiesta común de la Pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de la esperanza en la liberación definitiva. Él sabe que le espera una nueva Pascua, y que él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose así mismo en la cruz. Sabe que, en los dones misteriosos del pan y del vino, se entregará para siempre a los suyos, les abrirá la puerta hacia un nuevo camino de liberación, hacia la comunión con el Dios vivo. Es un camino hacia la altura de la Cruz, hacia el momento del amor que se entrega. El fin último de su peregrinación es la altura de Dios mismo, a la cual él quiere elevar al ser humano.

               Los Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto de intersección entre dos campos de gravedad. Ante todo, está la fuerza que le atrae hacia abajo – hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el mal; la gravedad que nos abaja y nos aleja de la altura de Dios. Por otro lado, está la fuerza de gravedad del amor de Dios: el ser amados de Dios y la respuesta de nuestro amor que nos atrae hacia lo alto. El hombre se encuentra en medio de esta doble fuerza de gravedad, y todo depende del poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres de dejarse atraer totalmente por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos, nos eleva, nos da la verdadera libertad.

               Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción bíblica y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado. Pero repito: nosotros solos somos demasiado débiles para elevar nuestro corazón hasta la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo solos nos derrumba y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo que Cristo comenzó en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la existencia humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde atrae hacia lo alto. …

               La cuestión de cómo el hombre pueda llegar a lo alto, ser totalmente él mismo y verdaderamente semejante a Dios, ha cuestionado siempre a la humanidad. Ha sido discutida apasionadamente por los filósofos platónicos del tercer y cuarto siglo. Su pregunta central era cómo encontrar medios de purificación, mediante los cuales el hombre pudiese liberarse del grave peso que lo abaja y poder ascender a la altura de su verdadero ser, a la altura de su divinidad. San Agustín, en su búsqueda del camino recto, buscó por algún tiempo apoyo en aquellas filosofías. Pero, al final, tuvo que reconocer que su respuesta no era suficiente, que con sus métodos no habría alcanzado realmente a Dios. Dijo a sus representantes: reconoced por tanto que la fuerza del hombre y de todas sus purificaciones no bastan para llevarlo realmente a la altura de lo divino, a la altura adecuada. Y dijo que habría perdido la esperanza en sí mismo y en la existencia humana, si no hubiese encontrado a aquel que hace aquello que nosotros mismos no podemos hacer; aquel que nos eleva a la altura de Dios, a pesar de nuestra miseria: Jesucristo que, desde Dios, ha bajado hasta nosotros, y en su amor crucificado, nos toma de la mano y nos lleva hacia lo alto.

               Subimos con el Señor en peregrinación. Buscamos el corazón puro y las manos inocentes, buscamos la verdad, buscamos el rostro de Dios. Manifestemos al Señor nuestro deseo de llegar a ser justos y le pedimos: ¡Llévanos Tú hacia lo alto! ¡Haznos puros! Haz que nos sirva la Palabra que cantamos con el Salmo procesional, es decir que podamos pertenecer a la generación que busca a Dios, “que busca tu rostro, Dios de Jacob” (Sal 23, 6). Amén.

Homilía del santo padre Benedicto XVI, domingo 17 de abril de 2011.

¡Nos unimos en oración!

Gracias por compartir tus intenciones.

¡Los sacerdotes y Catherinas de Fasta rezaremos por ellas!