Así habla el Señor:
«¡Aquí estoy yo! Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él. Como el pastor se ocupa de su rebaño cuando está en medio de sus ovejas dispersas, así me ocuparé de mis ovejas y las libraré de todos los lugares donde se habían dispersado, en un día de nubes y tinieblas. Las sacaré de entre los pueblos, las reuniré de entre las naciones, las traeré a su propio suelo y las apacentaré sobre las montañas de Israel, en los cauces de los torrentes y en todos los poblados del país. Las apacentaré en buenos pastizales y su lugar de pastoreo estará en las montañas altas de Israel. Allí descansarán en un buen lugar de pastoreo, y se alimentarán con ricos pastos sobre las montañas de Israel.
Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las llevaré a descansar -oráculo del Señor-. Buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma, pero exterminaré a la que está gorda y robusta. Yo las apacentaré con justicia.»
Palabra de Dios.
En la lectura de la profecía de Ezequiel encontramos bastante riqueza para meditar. Sin embargo, en este pequeño escrito me basaré únicamente en dos verbos que llamaron mi atención: apacentar y descansar. Esta profecía es la primera lectura de la misa de hoy, por lo tanto, podremos leerla en clave de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
“Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las llevaré a descansar -oráculo del Señor-.” El Señor nos promete sustento, atención, nos promete descanso. Hoy ¿Cómo se cumple esta promesa? Se nos dice en el apocalipsis “estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,20), vemos entonces que el Señor busca y quiere intimidad, diálogo, amistad con nosotros. Por eso, es en el encuentro de dos amados, uno finito y otro Infinito, que se cumplirá la promesa del Señor: “las apacentaré” y “las llevaré a descansar”.
Si bien el Señor se ocupa de nuestras necesidades materiales, de aquello que es temporal (Mt 6, 31-33), también se preocupa por las necesidades y deseos espirituales; es en base a este último que se fundamenta el escrito. Nuestra alma por naturaleza busca la paz, el bien, el amor, es decir, busca al Señor. Hoy, gracias a su divina misericordia, este inquieto deseo puede reposar, reposar en Su corazón. Varias santas – dice el Papa Francisco – “han narrado experiencias de su encuentro con Cristo, caracterizado por el reposo en el Corazón del Señor, fuente de vida y de paz interior”. Por lo tanto, recordamos con esta solemnidad la primacía en Dios: su iniciativa, su llamado y deseo están “¡Aquí estoy yo!” (Ez 34), ahora somos nosotros los que debemos “abrir la puerta”, ¿cómo? contemplando en nuestra celda interior el costado abierto de Jesús.
Otra imagen que también nos regala el Evangelio y que puede testimoniar este descanso es con Juan el evangelista. El mismo que durante la última cena reposa en el corazón de Jesús: “Uno de ellos –el discípulo al que Jesús amaba– estaba reclinado muy cerca de Jesús.” (Jn 13,23). Una reflexión muy útil que nos ayudará a “saborear” este pasaje es el escrito de Tomás de Aquino: “Aquí Juan toca tres cosas acerca de sí. Primero, el amor, por el cual descansaba en Cristo, al decir que “estaba recostado”, esto es, ‘descansando’; (…) Segundo, el conocimiento de secretos que Cristo le revelaba y, de modo especial, en la redacción de este evangelio, de donde dice que se recostó “en el seno de Jesús”: en efecto, mediante ‘seno’ se significa el ‘secreto’ (…)”. Vemos entonces cómo este deseo natural de nuestras almas de descansar, se ve cumplida en la intimidad y unidad de dos corazones.
El Papa Francisco, en la Dilexit Nos, también nos recuerda esto: “a veces Jesús nos habla interiormente y nos llama para llevarnos al mejor lugar. Ese mejor lugar es su propio corazón. Nos llama para hacernos entrar allí donde podemos recuperar las fuerzas y la paz: «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré» (Mt 11,28). Por eso pidió a sus discípulos: «Permanezcan en mí» (Jn 15,4).” Hoy para todos los cristianos es un día de fiesta, de solemnidad, pidamos a Dios la gracia de dejarnos “apacentar”, y encontrar reposo en el único que es Bueno.
(…) Me escuchaste, único amigo que amo
Para robar mi corazón, haciéndote mortal
¡Tú derramaste tu sangre, misterio supremo!…
Y aún vives para mí en el Altar.
Si no puedo ver el brillo de tu Rostro,
Para escuchar tu voz llena de dulzura
Puedo, oh mi Dios, vivir por tu gracia
¡Puedo descansar en tu Sagrado Corazón! (…)
08 de agosto
En Domingo vemos reflejadas importantes notas de la vida de Fasta. No podemos olvidar su honda vida espiritual, su amor a la Virgen María, su fervor apostólico y la vivencia con alegría de la fraternidad.
01 de octubre
Es patrona de la sección caperucitas, ya que su doctrina de la infancia espiritual ha ayudado a formar a cientos de caperucitas en nuestros centros juveniles (Rucas).
30 de agosto
Es modelo de la Sección Herederas quienes imitándola buscan crecer en su entrega por amor a Dios, la Iglesia y la Patria con el corazón dispuesto a recibir la Herencia que el Señor nos tiene prometida.
“Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos”.
Mt. 18, 20
En el principio ya existía aquel que es la Palabra,
y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios.
Ya en el principio él estaba con Dios.
Todas las cosas vinieron a la existencia por él
y sin él nada empezó de cuanto existe.
Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas
y las tinieblas no la recibieron.
Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.
Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
Él no era la luz, sino testigo de la luz.
Aquel que es la Palabra era la luz verdadera,
que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
En el mundo estaba;
el mundo había sido hecho por él
y, sin embargo, el mundo no lo conoció.
Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron;
pero a todos los que lo recibieron
les concedió poder llegar a ser hijos de Dios,
a los que creen en su nombre,
los cuales no nacieron de la sangre,
ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre,
sino que nacieron de Dios.
Y aquel que es la Palabra se hizo hombre
y habitó entre nosotros.
Hemos visto su gloria,
gloria que le corresponde como a unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
Juan el Bautista dio testimonio de él, clamando:
“A éste me refería cuando dije:
‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí,
porque ya existía antes que yo’ ”.
De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia.
Porque la ley fue dada por medio de Moisés,
mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás.
El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre,
es quien lo ha revelado.
Palabra de Dios
Queridos hermanos y hermanas, queridos jóvenes:
Como cada año, en el Domingo de Ramos, nos conmueve subir junto a Jesús al monte, al santuario, acompañarlo en su acenso. En este día, por toda la faz de la tierra y a través de todos los siglos, jóvenes y gente de todas las edades lo aclaman gritando: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».
Pero, ¿qué hacemos realmente cuando nos unimos a la procesión, al cortejo de aquellos que junto con Jesús subían a Jerusalén y lo aclamaban como rey de Israel? ¿Es algo más que una ceremonia, que una bella tradición? ¿Tiene quizás algo que ver con la verdadera realidad de nuestra vida, de nuestro mundo? Para encontrar la respuesta, debemos clarificar ante todo qué es lo que en realidad ha querido y ha hecho Jesús mismo. Tras la profesión de fe, que Pedro había realizado en Cesarea de Filipo, en el extremo norte de la Tierra Santa, Jesús se había dirigido como peregrino hacia Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Es un camino hacia el templo en la Ciudad Santa, hacia aquel lugar que aseguraba de modo particular a Israel la cercanía de Dios a su pueblo. Es un camino hacia la fiesta común de la Pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de la esperanza en la liberación definitiva. Él sabe que le espera una nueva Pascua, y que él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose así mismo en la cruz. Sabe que, en los dones misteriosos del pan y del vino, se entregará para siempre a los suyos, les abrirá la puerta hacia un nuevo camino de liberación, hacia la comunión con el Dios vivo. Es un camino hacia la altura de la Cruz, hacia el momento del amor que se entrega. El fin último de su peregrinación es la altura de Dios mismo, a la cual él quiere elevar al ser humano. …
Los Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto de intersección entre dos campos de gravedad. Ante todo, está la fuerza que le atrae hacia abajo – hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el mal; la gravedad que nos abaja y nos aleja de la altura de Dios. Por otro lado, está la fuerza de gravedad del amor de Dios: el ser amados de Dios y la respuesta de nuestro amor que nos atrae hacia lo alto. El hombre se encuentra en medio de esta doble fuerza de gravedad, y todo depende del poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres de dejarse atraer totalmente por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos, nos eleva, nos da la verdadera libertad.
Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción bíblica y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado. Pero repito: nosotros solos somos demasiado débiles para elevar nuestro corazón hasta la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo solos nos derrumba y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo que Cristo comenzó en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la existencia humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde atrae hacia lo alto. …
La cuestión de cómo el hombre pueda llegar a lo alto, ser totalmente él mismo y verdaderamente semejante a Dios, ha cuestionado siempre a la humanidad. Ha sido discutida apasionadamente por los filósofos platónicos del tercer y cuarto siglo. Su pregunta central era cómo encontrar medios de purificación, mediante los cuales el hombre pudiese liberarse del grave peso que lo abaja y poder ascender a la altura de su verdadero ser, a la altura de su divinidad. San Agustín, en su búsqueda del camino recto, buscó por algún tiempo apoyo en aquellas filosofías. Pero, al final, tuvo que reconocer que su respuesta no era suficiente, que con sus métodos no habría alcanzado realmente a Dios. Dijo a sus representantes: reconoced por tanto que la fuerza del hombre y de todas sus purificaciones no bastan para llevarlo realmente a la altura de lo divino, a la altura adecuada. Y dijo que habría perdido la esperanza en sí mismo y en la existencia humana, si no hubiese encontrado a aquel que hace aquello que nosotros mismos no podemos hacer; aquel que nos eleva a la altura de Dios, a pesar de nuestra miseria: Jesucristo que, desde Dios, ha bajado hasta nosotros, y en su amor crucificado, nos toma de la mano y nos lleva hacia lo alto.
Subimos con el Señor en peregrinación. Buscamos el corazón puro y las manos inocentes, buscamos la verdad, buscamos el rostro de Dios. Manifestemos al Señor nuestro deseo de llegar a ser justos y le pedimos: ¡Llévanos Tú hacia lo alto! ¡Haznos puros! Haz que nos sirva la Palabra que cantamos con el Salmo procesional, es decir que podamos pertenecer a la generación que busca a Dios, “que busca tu rostro, Dios de Jacob” (Sal 23, 6). Amén.
Gracias por compartir tus intenciones.
¡Los sacerdotes y Catherinas de Fasta rezaremos por ellas!