¡Feliz Navidad! Que el Niño Dios traiga paz y alegría para vos y tu familia. En el día que celebramos el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, profundizamos en este gran misterio, con un hermoso texto de nuestro Patrono, Santo Tomás de Aquino, en su triple jubileo de nacimiento, muerte y canonización.
Dice Santo Tomás:
Por otra parte, aquello por lo cual el género humano es salvado de la perdición es necesario para su salvación. Ahora bien, esto se efectúa por el misterio de la Encarnación, según la expresión de San Juan (3,16): Tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna. La Encarnación del Verbo fue, pues, necesaria para la salvación del hombre.
Respuesta. Una cosa puede ser necesaria para alcanzar un fin de dos modos: o como algo sin lo que la cosa no puede existir, por ejemplo la comida necesaria para la conservación de la vida; o como algo con lo que se puede alcanzar el fin de modo más perfecto y conveniente, por ejemplo el caballo para viajar.
En el primer sentido no puede afirmarse que fuese necesaria para la redención la Encarnación del Verbo, pues Dios, que es omnipotente, pudo llevarla a efecto de mil maneras distintas.
En el segundo sentido, sí fue necesaria.
Por eso dice San Agustín: “No pretendemos que Dios, a cuya potencia todas las cosas están igualmente sometidas, no tenía otro medio para salvarnos, sino sólo que no había modo más conveniente para sacarnos de nuestra miseria”.
Para probar esto, bastaría considerarlo desde el punto de vista de nuestro progreso hacia el bien.
En primer lugar, por el hecho de la Encarnación, nuestra fe se hace más cierta, puesto que cree a Dios mismo que habla; por eso dice San Agustín que, “para que el hombre camine más confiadamente hacia la verdad, el Hijo de Dios, que es la Verdad misma, haciéndose hombre, ha constituido los fundamentos de nuestra fe”.
En segundo lugar, nuestra esperanza se acrecienta; así dice San Agustín que “no hubo cosa que fuese tan necesaria para acrecentar nuestra esperanza como el que Dios nos demostrase cuánto nos amaba. Ahora bien, ¿qué señal más palpable de este amor que la unión del Hijo de Dios con la naturaleza humana?”
En tercer lugar, nuestra caridad es inflamada sobremanera por este misterio, porque, como dice San Agustín, “¿cuál es la causa que ha decidido a Dios a su venida, sino el mostrarnos su amor?”; y añade: “Si hasta ahora vacilábamos en amarle, que al menos no vacilemos ahora en devolverle amor por amor”.
En cuarto lugar, se encarnó para movernos al bien obrar, dándonos el más alto ejemplo con su vida, pues, como dice San Agustín en un sermón sobre la natividad del Señor, “no había que seguir al hombre, que podíamos ver, sino a Dios, que no podía ser visto. Así pues, para mostrarse al hombre y para que el hombre le viera y le siguiera, Dios se hizo hombre”.
Finalmente, la Encarnación es necesaria para la plena participación de la divinidad, que constituye nuestra bienaventuranza y el fin de la vida humana, y que nos es conferida por la humanidad de Cristo; pues, como dice San Agustín, “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios”.
[1] STh III, 2, co.
Querido hermano:
Es muy bonito como Santo Tomás va desarrollando los argumentos de la necesidad de la encarnación para nuestra salvación, del mismo modo, luego demuestra cinco utilidades de la Encarnación para apartarnos del mal: para que el hombre aprenda a no tener en menos que el demonio y venerar al autor del pecado; nos instruye en nuestra dignidad para que no la manchemos pecando; para destruir la presunción humana; lo mismo con la soberbia; para librarnos de nuestra esclavitud.
Asimismo, hacia el final del artículo que el modo más perfecto para redimirnos era que Dios se encarnarse, puesto que “un puro hombre no podía satisfacer por todo el género humano, y Dios no estaba obligado a hacerlo; convenía, pues, que Jesucristo fuese Dios y hombre a la vez”[1].
También, me gustaría compartir con vos algunos pasajes de una homilía de nuestro Padre Fundador, puesto que Cristo nos ha marcado el camino, nos ha dado ejemplo para el cumplimiento de la voluntad de Dios Padre, pero como dice Fosbery: “el querer de Dios no es una utopía, no es una idea, es un acontecimiento tan real como el acontecimiento del nacimiento del Señor. Acá estamos jugando con realidades, no con ideas, no con conceptos, no con subjetividades, no con sentimientos. Son acontecimientos reales tales que, así como cambió la historia de la humanidad con la encarnación de Cristo, también cambia la historia de mi vida desde el momento en que le digo que sí a Dios. Pero ese sí a Dios tiene que ser un sí de interioridad, de hondura, de profundidad, de religiosidad; estoy ligado con Dios, quiero que Dios sea el que es en mi vida”[2].
Para recibir lo concreto del misterio de Dios en mi vida y llevarlo a cabo, el Fundador nos enseña que “es necesario que abra el corazón a los contenidos que Dios ha dejado en el Reino para que me pueda salvar y, fundamentalmente, a la gracia de Dios. La gracia de Dios tiene que transfigurar el interior en sus dos realidades fundamentales. La inteligencia, que me ordena a la verdad y la voluntad, que me ordena al bien”[3].
Y concluye: “Tiempo de Navidad, tiempo de misericordia, tiempo de humildad, tiempo de abajamiento interior para llegar hasta el pesebre para darle gracias al pequeño Niño. Este es el signo de nuestra salvación. Aprovechemos la Navidad para purificar la integridad de nuestro corazón y con ánimo humilde, sencillo, simple, jubiloso, esperanzado digamos al Señor: ‘Señor, hágase en mí tu voluntad’ (Mt 6, 7-15).”[4]
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[1] Fosbery, Reflexiones sobre textos del Evangelio de San Mateo, para el Tiempo de Adviento y Navidad (Volumen III), pág. 42.
[1] Ibidem.
[1] Idem, pág. 43
Finalmente, te invito a mirar el pesebre de tu casa o buscar una bonita imagen del Nacimiento en internet, para poder contemplar la Encarnación del Verbo, del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, del Hijo de Dios que viene para compartirnos la dignidad de ser hijos del mismo Padre, mientras escuchamos la hermosa canción de Athenas “Niño Dios”: https://youtu.be/MUBvt4ELvzM?si=qiop4A_G3xOqUEnD
“Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos”.
Mt. 18, 20
En el principio ya existía aquel que es la Palabra,
y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios.
Ya en el principio él estaba con Dios.
Todas las cosas vinieron a la existencia por él
y sin él nada empezó de cuanto existe.
Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas
y las tinieblas no la recibieron.
Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.
Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
Él no era la luz, sino testigo de la luz.
Aquel que es la Palabra era la luz verdadera,
que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
En el mundo estaba;
el mundo había sido hecho por él
y, sin embargo, el mundo no lo conoció.
Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron;
pero a todos los que lo recibieron
les concedió poder llegar a ser hijos de Dios,
a los que creen en su nombre,
los cuales no nacieron de la sangre,
ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre,
sino que nacieron de Dios.
Y aquel que es la Palabra se hizo hombre
y habitó entre nosotros.
Hemos visto su gloria,
gloria que le corresponde como a unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
Juan el Bautista dio testimonio de él, clamando:
“A éste me refería cuando dije:
‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí,
porque ya existía antes que yo’ ”.
De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia.
Porque la ley fue dada por medio de Moisés,
mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás.
El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre,
es quien lo ha revelado.
Palabra de Dios
Queridos hermanos y hermanas, queridos jóvenes:
Como cada año, en el Domingo de Ramos, nos conmueve subir junto a Jesús al monte, al santuario, acompañarlo en su acenso. En este día, por toda la faz de la tierra y a través de todos los siglos, jóvenes y gente de todas las edades lo aclaman gritando: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».
Pero, ¿qué hacemos realmente cuando nos unimos a la procesión, al cortejo de aquellos que junto con Jesús subían a Jerusalén y lo aclamaban como rey de Israel? ¿Es algo más que una ceremonia, que una bella tradición? ¿Tiene quizás algo que ver con la verdadera realidad de nuestra vida, de nuestro mundo? Para encontrar la respuesta, debemos clarificar ante todo qué es lo que en realidad ha querido y ha hecho Jesús mismo. Tras la profesión de fe, que Pedro había realizado en Cesarea de Filipo, en el extremo norte de la Tierra Santa, Jesús se había dirigido como peregrino hacia Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Es un camino hacia el templo en la Ciudad Santa, hacia aquel lugar que aseguraba de modo particular a Israel la cercanía de Dios a su pueblo. Es un camino hacia la fiesta común de la Pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de la esperanza en la liberación definitiva. Él sabe que le espera una nueva Pascua, y que él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose así mismo en la cruz. Sabe que, en los dones misteriosos del pan y del vino, se entregará para siempre a los suyos, les abrirá la puerta hacia un nuevo camino de liberación, hacia la comunión con el Dios vivo. Es un camino hacia la altura de la Cruz, hacia el momento del amor que se entrega. El fin último de su peregrinación es la altura de Dios mismo, a la cual él quiere elevar al ser humano. …
Los Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto de intersección entre dos campos de gravedad. Ante todo, está la fuerza que le atrae hacia abajo – hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el mal; la gravedad que nos abaja y nos aleja de la altura de Dios. Por otro lado, está la fuerza de gravedad del amor de Dios: el ser amados de Dios y la respuesta de nuestro amor que nos atrae hacia lo alto. El hombre se encuentra en medio de esta doble fuerza de gravedad, y todo depende del poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres de dejarse atraer totalmente por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos, nos eleva, nos da la verdadera libertad.
Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción bíblica y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado. Pero repito: nosotros solos somos demasiado débiles para elevar nuestro corazón hasta la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo solos nos derrumba y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo que Cristo comenzó en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la existencia humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde atrae hacia lo alto. …
La cuestión de cómo el hombre pueda llegar a lo alto, ser totalmente él mismo y verdaderamente semejante a Dios, ha cuestionado siempre a la humanidad. Ha sido discutida apasionadamente por los filósofos platónicos del tercer y cuarto siglo. Su pregunta central era cómo encontrar medios de purificación, mediante los cuales el hombre pudiese liberarse del grave peso que lo abaja y poder ascender a la altura de su verdadero ser, a la altura de su divinidad. San Agustín, en su búsqueda del camino recto, buscó por algún tiempo apoyo en aquellas filosofías. Pero, al final, tuvo que reconocer que su respuesta no era suficiente, que con sus métodos no habría alcanzado realmente a Dios. Dijo a sus representantes: reconoced por tanto que la fuerza del hombre y de todas sus purificaciones no bastan para llevarlo realmente a la altura de lo divino, a la altura adecuada. Y dijo que habría perdido la esperanza en sí mismo y en la existencia humana, si no hubiese encontrado a aquel que hace aquello que nosotros mismos no podemos hacer; aquel que nos eleva a la altura de Dios, a pesar de nuestra miseria: Jesucristo que, desde Dios, ha bajado hasta nosotros, y en su amor crucificado, nos toma de la mano y nos lleva hacia lo alto.
Subimos con el Señor en peregrinación. Buscamos el corazón puro y las manos inocentes, buscamos la verdad, buscamos el rostro de Dios. Manifestemos al Señor nuestro deseo de llegar a ser justos y le pedimos: ¡Llévanos Tú hacia lo alto! ¡Haznos puros! Haz que nos sirva la Palabra que cantamos con el Salmo procesional, es decir que podamos pertenecer a la generación que busca a Dios, “que busca tu rostro, Dios de Jacob” (Sal 23, 6). Amén.
Gracias por compartir tus intenciones.
¡Los sacerdotes y Catherinas de Fasta rezaremos por ellas!