Prof. Juan Carlos Bilyk
“Sabemos lo que debemos hacer y el camino que debemos seguir para llegar a la fuente de la vida, y nadie que haya seguido en serio la dirección se queja de haberse equivocado”1.
Clive Staples Lewis nació en Irlanda, en 1898. Fue profesor de Literatura en el Magdalen College de Oxford de 1925 a 1954, y desde ese año hasta su muerte en la Universidad de Cambridge. En su juventud era una persona decididamente atea, aunque de familia cristiana anglicana. Pero su inquietud por buscar respuestas para su muy despierta inteligencia (era un insaciable lector) le llevó a reconocer gradualmente la existencia de Dios, de quien decía estar
“muy molesto (…) por no existir”2.
Y así fue hasta que no pudo ignorarlo más, y escribió:
“En el Trimestre de la Trinidad de 1929 cedí y admití que Dios era Dios, y me arrodillé y oré”3.
Relató entonces su conversión al cristianismo (que se produjo en el año 1931) en su libro autobiográfico titulado “Sorprendido por la alegría” (o “Cautivado por la alegría”), experiencia que le ayudó a comprender mejor el rechazo y la indiferencia que había hacia la religión.
C. S. Lewis también escribió libros para niños (y no tan niños), sobre todo su obra más célebre, la heptalogía de “Las crónicas de Narnia” (1949-1954). Asimismo, escribió novelas de ciencia ficción, como “La trilogía de Ransom” entre 1936-1945 (conocida también como “La trilogía cósmica”, aunque físicamente a veces aparece en 4 tomos). En otras obras suyas exhibe su fervor apologético (“Mero cristianismo”, 1952); críticas literarias (“La experiencia de leer”, 1961); etc. Pero me animo a decir que su canon literario está integrado por las mencionadas “Crónicas de Narnia”, junto a “Cartas del diablo a su sobrino” (1942), “Los cuatro amores” (1960), y su ya citada autobiografía (aunque esto es opinable y va en gustos, por cierto).
Incluso fue llevada una parte muy destacada de su vida al cine (concretamente el período de su vida con su amor por la escritora Joy Gresham, norteamericana judía conversa al cristianismo), en una preciosa película -aunque muy pobre a la hora de mostrar su fe-, titulada “Tierra de sombras” (Shadowlands, 1993), con el gran actor Anthony Hopkins haciendo de Lewis. Asimismo, nuestro autor escribe la experiencia de la muerte del amor de su vida en su libro “Una pena en observación” (1961), acerca del cual podríamos decir que complementa el citado “Los cuatro amores”.
No se puede obviar su entrañable amistad con J.R.R. Tolkien, con quien fundó el célebre círculo literario conocido como los Inklings (compartido además con otros importantes literatos británicos).
Ahora bien, mencionamos su conversión al cristianismo, pero no dijimos dos cosas: que se produjo por la influencia literaria de Chesterton y por la mencionada amistad con Tolkien.
Del primero escribía:
“Fue allí4 donde leí por primera vez un volumen de ensayos de Chesterton. Nunca había oído hablar de él y desconocía sus ideas; tampoco comprendo bien por qué me conquistó tan de inmediato. Cabría esperar que mi pesimismo, mi ateísmo y mi odio al sentimentalismo lo convirtieran en el autor menos afín a mí. Casi parecería que la Providencia, o alguna «segunda causa» de un tipo muy oscuro, anula por completo nuestros gustos previos cuando decide unir dos mentes. Querer a un autor puede ser tan involuntario e improbable como enamorarse. Para entonces, yo era un lector lo suficientemente experimentado como para distinguir la simpatía de la conformidad. No necesitaba aceptar lo que decía Chesterton para disfrutarlo. Su humor era de los que más me gustan: no chistes incrustados en la página como pasas en un pastel, y mucho menos (algo que no soporto), un tono general de frivolidad y jocosidad, sino el humor que no es en absoluto separable del argumento, sino que es más bien (como diría Aristóteles) la «flor» de la dialéctica misma”5.
Y en otro lado explica con qué lo terminó de inclinar Chesterton a la fe cristiana:
“Leí «El hombre eterno» de Chesterton y por primera vez vi todo el esquema cristiano de la historia expuesto de una manera que me parecía tener sentido. No fue la razón lo que me condujo en ese momento, fue una especie de bautismo de la imaginación”6.
Acerca de Tolkien escribía:
“Cuando empecé a dar clases en la Facultad de Inglés, hice otros dos amigos, ambos cristianos (estas personas raras parecían surgir por todas partes), que más tarde me ayudarían mucho a superar el último obstáculo. Se trataba de H. V. V. Dyson (…) y J. R. R. Tolkien. La amistad con este último marcó la ruptura de dos viejos prejuicios. Al llegar al mundo, me habían advertido (implícitamente) que nunca confiara en un papista, y al ingresar a la Facultad de Inglés (explícitamente) que nunca confiara en un filólogo. Tolkien era ambas cosas”7.
Sin embargo, dicha conversión no fue al catolicismo, como hubiese querido su amigo Tolkien (y seguramente Chesterton, de haberlo conocido en persona, aunque también es muy probable que se lo hubiera tomado con gracia), sino a la Iglesia de Inglaterra (o sea, anglicana, de la cual era originalmente su familia, como se dijo antes). Además, había contraído matrimonio de manera controversial con la citada Gresham (la cual fallece de cáncer poco después), y este enlace irregular lamentablemente le distancia de la amistad con Tolkien, quien no aprobaba esa unión marital. Pero aun así la amistad no se rompió, de hecho, ambos la valoraban enormemente. Escribía Lewis al respecto:
“La verdadera amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo. Pueden entonces decir, como dicen las ánimas benditas en el Dante, en el canto del Cielo: «Aquí llega uno que aumentará nuestro amor»; porque en este amor «compartir no es quitar»”8.
Sus obras en general son breves (con la excepción de sus novelas), pero la lectura de las mismas no es lineal. Requiere atención y disposición. Se nota el estilo irónico muy british (es decir humor seco, sutil, sin perder la seriedad).
“El lado positivo de esto es, dijo Charcosombrío, que si nos rompemos el cuello al bajar por el acantilado, entonces estamos a salvo de ahogarnos en el río”9.
Lewis es pausado, alegórico (cosa que a Tolkien le gustaba poco), y abunda en localismos (sobre todo al mencionar personas concretas de su entorno temporal y cultural). Es un estilo al que conviene habituarse -aunque parece críptico o lejano a nosotros y nuestras formas de expresarnos-, pues está lleno de riqueza y belleza, como es el caso de ponerse a leer a otros grandes testigos y maestros ingleses: san John Henry Newman, Chesterton, Belloc… (la excepción que permite una “lectura fluida”, creo yo, es Tolkien).
Hombre muy instruido -tanto por ser un simple y voraz lector, como por sus títulos y actividad académica-, de pluma ágil, inspirada e inspiradora, que a veces arriesga interpretaciones propias en lo referido a Dios y su Palabra, pero sin pretender convertirse en un revolucionario de la fe cristiana. Es, más bien, un perseverante examinador de la relación entre fe y razón. Sin ser católico, no cavila en citar o hablar de grandes santos, sobre todo san Agustín, a quien considera
“un gran santo y gran pensador, con quien tengo, felizmente, incalculables deudas”10.
Habiendo dejado para nosotros una vasta obra literaria (unos 30 libros publicados en vida, sin contar las ediciones póstumas, como las colecciones de sus cartas, etc., que suman todas unas 20 ediciones más), Clive Staples Lewis muere el 22 de noviembre de 1963 en Oxford, como consecuencia de una secuela de enfermedades.
1 C.S. Lewis; Mero cristianismo; II
2 C.S. Lewis; Sorprendido por la alegría, VII
3 Ibid., XIV
4 Se refiere a cuando estuvo internado tres semanas en un hospital militar.
5 Op. cit. 12
6 Carta de C. S. Lewis a Rhonda Bodle (1950, reproducida en The Collected Letters of C.S. Lewis, Vol. III, p. 1063).
7 C.S. Lewis; Sorprendido por la alegría, 13
8 C.S. Lewis; Los cuatro amores, III
9 Charcosombrío (o también Barroquejón, en inglés: Puddleglum) es un personaje de “Las Crónicas de Narnia” que aparece sobre todo en el libro “La silla de plata”.
10 Ibid., V