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Padre Leonardo Castellani

Sacerdote católico argentino, doctor en psicología, filosofía y teología. Tenía el precioso don divino de contemplar las cosas abarcadoramente, con capacidad para conocer a un tiempo lo natural y lo sobrenatural.

Prof. Juan Carlos Bilyk

Sacerdote de la Iglesia Católica, doctor en psicología, filosofía, teología, sin discusión el más importante católico escritor argentino. Y de entre los mejores escritores argentinos a secas, sin el “católico”. Incluso tal vez el mejor de todos. Pero por eso mismo, por ser sacerdote católico, y por haber sido un patriota íntegro, es hasta el presente relegado, ignorado y hasta silenciado por el progresismo. Y, sin embargo, a pesar de todo eso, es a la vez leído, releído y divulgado sin descanso por una porción de argentinos cabales, e incluso extranjeros biempensantes.

Leonardo Castellani, quien también firmara varias de sus obras con diversos seudónimos (como ser Jerónimo del Rey o Militis Militorum, entre otros), pasó con su vida entera por toda clase de vicisitudes, algunas hasta difíciles de creer, y demasiadas como para ser contadas acá. Recomendamos entonces leer alguna buena biografía sobre su persona. Por ejemplo, la más extensa que se puede encontrar, en dos tomos titulados “Castellani” y “Castellani maldito” (de Sebastián Randle, Edic.  Vórtice); u otras más breves digitalizadas, como las que puede verse en https://hjg.com.ar/txt/lc/biog.html, en https://aica.org/noticia-recuerdan-al-genial-padre-castellani-a-40-anos-de-su-fallecimiento,   o en https://www.elimparcial.es/noticia/236814/opinion/el-chesterton-argentino.html (a sabiendas que en algunas cuestiones puntuales pueden no coincidir del todo, pues siendo tan enorme la figura de Castellani, todos sus biógrafos pasan la vida del autor que hoy presentamos por el prisma de su propia visión).

Dijo alguna vez el beato Federico Ozanam: “No tenemos dos vidas, una para buscar la verdad y otra para practicarla”. De modo análogo decimos ahora: no tenemos dos vidas, una para reconocer que tal o cual autor es un maestro, y otra para leerlo. Hay que leerlo ya, en esta vida, no en la vida siguiente (donde ya no hay libros). Y Leonardo Castellani es un eminente maestro y testigo de la fe católica. Esto no lo dice aisladamente quien suscribe: lo sostienen todos los que buscan alguien que desde sus escritos enseñe y testimonie lo que Jesucristo reveló. Y Castellani lo hace de un modo a la vez sublime y simpar. Por eso el cardenal Antonio Quarracino, quien fuera Arzobispo de la Ciudad de Buenos Aires, le gustaba recordar aquella definición del P. Hernán Benítez: “¿Castellani? Género único.”

Entonces, por lo dicho recién, y con el supuesto expresado al comienzo del primer párrafo, nos parece conveniente justificar aquellas expresiones, indicando algunas de las razones por las cuales leer a Leonardo Castellani es sumamente recomendable, saludable y placentero a la vez.

La primera razón que se nos ocurre es la motivación esencial de su obra: que, con sus escritos, el P. Castellani, y partiendo de su amor a Cristo y su Iglesia, buscó sin descanso propagar la fe cristiana y católica en las inteligencias, para desde allí iluminar los corazones con la luz verdadera, mejor aún, encenderlos con el fuego de lo alto. Porque realmente leer a Castellani ilumina con las mejores luces, y hace arder con el mejor fuego. Al leerlo queda uno deslumbrando con ideas auténticas, luminosas, trascendentes, que dejan “con sed de más”. Y, por ende, deja a los auténticos discípulos de Cristo con ganas de evangelizar mejor. Sus enseñanzas son, en verdad, enteramente oportunas y abundantes en orden a la Nueva Evangelización, aún cuando fueran redactadas en otros contextos históricos y sociales.

Su testimonio lo formuló siempre según nuestra forma criolla de expresarnos, incluso convirtiendo nuestros modismos y costumbres en algo universal, es decir, católico, y por ende apto para quien fuera en cualquier parte y en cualquier tiempo. Encontramos entonces el segundo motivo que se nos ocurre resaltar para decir por qué hay que leer a Castellani: su fidelidad a las tradiciones argentinas, su facilidad para hablar “en criollo”. No podía ser de otro modo, habiendo nacido y crecido en el campo argentino, al cual amaba denodadamente y del cual jamás renegó, siempre orgulloso de sus raíces camperas . Así lo remarcó una vez el P. Fosbery: “A Castellani no se le ocurre nada que no venga de abajo, como expresión de su tierra bien amada, a la que conoce y ama desde su niñez; o de arriba, como manifestación del misterio de Dios, al que sirve desde su fe. Encontrar las cosas con Dios y encontrar las cosas desde Dios. He allí su ocurrencia. Y esto dicho con la originalidad de una expresión que quiebra todas las reglas de la preceptiva literaria, por dos razones: una, porque habla con el lenguaje propio de la cultura criolla; otra, porque incorpora una fina ironía, que le permite adentrarse con su juicio hasta tocar la entraña misma de las cosas” (del prefacio de Camperas, de L. Castellani, Edic. Vórtice, 1992). No por nada la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, siendo el P. Fosbery rector de la misma, le confirió el Doctorado Honoris Causa.

Aparece en las palabras de nuestro Fundador el tercer motivo por el cual debiéramos leer a Castellani: el uso filoso y docente que hace de la ironía, de un humor tan de nuestra tierra que —a diferencia del humor chestertoniano, que provoca una sonrisa cómplice con sus apariciones inesperadas— nos hace estallar en risa franca cuando brota una y otra vez en sus escritos. En efecto, Castellani sería fino, como dice el P. Fosbery, pero no precisamente sutil con sus ocurrencias. Como apologista criado en el campo argentino, sus palabras eran verdaderos rebencazos, pero dados con amor, con desparpajo, sin disimulos, como esos golpes en la espalda que dan los amigos, y que dejaban sin respuesta a su ocasional destinatario, es decir, dirigidos por caridad, no para herir sino para sanar, para enmendar. En suma, para que el otro se despierte. Este humor castellaniano, del que nunca se dirá bastante, contrastaba con su sobria personalidad, según nos enteramos por quienes tuvieron la gracia de conocerlo personalmente. Por ello uno va preguntándose, a medida que avanza en la lectura de sus escritos, ¿con qué humorada se saldrá ahora el padre? Aunque eso sería quedarse en la superficie. Porque el humor era uno de sus recursos, pero no el único (sus neologismos, por ejemplo, eran otro), aunque sí el que se podía encontrar en toda su obra: en la poesía, la fábula, el cuento, la novela, el teatro, el ensayo, la exégesis, la filosofía, la teología, y sigue la lista. La ironía le salía tan natural como sus raíces criollas. Demos un ejemplo. Cuando escribía acerca de las relaciones entre inteligencia, virtud y gobierno —grandísimo tema moral—, decía que “no se puede responder útilmente sin hacer una cantidad de distinciones, o sea, sin filosofar”. Y para explicarlo tomó por el lado del “ser tonto”, valiéndose de una comedia de Tirso de Molina (“¿Es mejor un rey tonto que un rey malo?”), detallando que “hay que empezar por explicar qué se entiende por tonto (…) todos somos tontos en algún grado o minuto (…) Si damos a «tonto» el significado de cortedad de ingenio, es decir, pocos alcances naturales, mente poco amueblada, de reducido campo lumínico, salen inmediatamente las siguientes caracterológicas: tonto = ignorante; simple = tonto que se sabe tonto; necio = tonto que no se sabe tonto; fatuo= tonto que no se sabe tonto y quiere gobernar encima (o hacer-que-gobierna a otros). Esta última variedad es la tremenda, mientras las dos primeras no son malas, y hasta con ciertas condiciones fueron amadas por Cristo, el cual dijo «Alábote, Padre del cielo, que escondiste este saber a los sabios y lo descubriste a los simplezuelos». Ha habido santos simples, como san Simeón el Simple, san Pedro Claver, san Sansón el Loco, el Cura de Ars, san José de Cupertino, y los regocijantes Fray Junípero y Fray Gil, compañeros de san Francisco, y patronos de todos los giles cristianos del universo” (Las ideas de mi tío el cura, Edic. Excalibur, 1984, págs. 25-26).

Mencionemos el cuarto punto a tener en cuenta. Su carácter profético y sin filtros —que llevó a Octavio Sequeiros a designarlo como “el profeta incómodo”— se percibe nítidamente en su amor a la Patria, y por razón de los dolores que le causaban sus males. Probablemente fue él quien mejor supo leer la historia patria y el ser argentino desde la fe. En verdad, todo fiel creyente que ama su Patria tiene en Castellani un arquetipo, es decir, un modelo de creyente patriota y de lector lúcido de la historia. Es casi un lugar común hacer un paralelismo entre Leonardo Castellani y Gilbert Keith Chesterton, entre nuestro grandioso apologista criollo y el grandísimo apologista inglés, con la ventaja que tenía Castellani de haber leído a Chesterton (a quien rotulaba como “el rey del sentido común”). Y así, haciendo un imaginario camino inverso, con Chesterton reflexionando sobre Castellani, y aprovechando un momento en que el genial inglés despotricaba contra el ruidoso e infértil amor a su nación que profesaban en su tiempo los “patrioteros”, podríamos vislumbrar entre líneas a Castellani. En efecto, decía Chesterton: “¿Por qué no hay un patriotismo noble, central, intelectual, un patriotismo de la cabeza y el corazón, y no simplemente de los puños y las botas? (…) Recalamos en cosas frívolas y burdas para nuestro patriotismo por una simple razón: somos el único pueblo del mundo al que no se le enseña en la infancia su propia literatura y su propia historia” (La cosa y otros artículos de fe; Espuela de Plata, 2010, págs. 126-127). Entonces, reconociendo el amor a la Patria como amor prioritario, como primer amor al prójimo, encontramos en nuestro autor una guía firme y segura, de alguien que ama a su Patria porque la conoció desde “sus entrañas”, como leímos antes en el P. Fosbery.

Se nos ocurre un quinto motivo más para leer a Castellani. Cuando no escribía sobre las cosas que se le ocurrían por obra de su propio genio, gustaba comentar los escritos perennes de los más grandes autores: Aristóteles, san Agustín, santo Tomás (tradujo y comentó los cinco primeros tomos de la Suma Teológica editada en nuestro país por el Club de Lectores)… Pero a la vez expresaba que “los libros duran más que los hombres, pero no son, propiamente hablando, eternos. Arrebatados por la corriente ineluctable del tiempo, que en nuestros días parece precipitarse más vertiginosamente, los libros también pasan. Aunque cuando son grandes, no pasan nunca del todo” (San Agustín y nosotros, ediciones Jauja, 2000, pág. 32). Ciertamente él no veía sus libros entre esas grandes obras a los que hacía referencia, pero ¡cómo se preocupó para que esas grandes obras de la historia sean conocidas y leídas, habiendo sido leídas primero por él! (incluso en los idiomas originales, Castellani dominaba nueve lenguas). El padre Alberto Ezcurra comentaba que, en cierta oportunidad, cuando aún era seminarista, vio en una misa al célebre padre Castellani, y luego de pedirle su bendición le pidió un consejo, a lo cual nuestro sacerdote se limitó a responderle severamente: “No hay tiempo, lea los clásicos”.  Nosotros creemos que algunos libros suyos perfectamente pueden quedar como obras clásicas, porque sus enseñanzas —de base doctrinal consistente— son de alcance universal. O mínimamente en Argentina, donde pocos lo recuerdan. Consideremos como parámetro que Argentina tiene muchos y muy buenos maestros creyentes escritores, y todos ellos lo tienen unánimemente a Castellani como su maestro. El padre Leonardo es en verdad maestro de maestros.

Como sexto motivo para leer al P. Castellani (habiendo aún más, pero a nuestro criterio el principal, y por eso lo ponemos al final), es que él, agudo filósofo y elevado teólogo, brilló por su tarea exegética. Acá algunos fruncen el ceño, pero esto es porque se detienen en que a veces Castellani proponía como posibilidad, cuando no había definición dogmática, opiniones algo arriesgadas o, como decía alguien por ahí, “algo extravagantes”. Sin embargo, aquí nosotros hacemos referencia a su ortodoxia a prueba de balas (es decir, con sólida base en la Tradición y en el Magisterio), cuando nos enseña acerca de las Escrituras. Sobre todo, por ese don que le venía de lo alto unido a su talento natural, para aplicar el Evangelio a su realidad —a la de su tiempo—, lo que es perfectamente extensible a nuestro aquí y hoy (y por eso hablamos de su carácter profético). Leer el Evangelio en particular y la Sagrada Escritura en general, explicados por Castellani, es motivo de crecimiento en la fe, a la vez que de gozo literario. Por ejemplo, quien suscribe leyó por primera vez en Castellani, comentando la Navidad de Jesucristo, y sin verlo escrito por ningún otro, algo tan elemental y profundo como esto: “Cristo quiso nacer en la mayor pobreza, quiso hacernos ese obsequio a los pobres. La piedad cristiana se enternece sobre ese rasgo y hace muy bien; pero ese rasgo no es lo esencial de este misterio: no es el misterio. El misterio inconmensurable es que Dios haya nacido. Aunque hubiese nacido en el Palatino, en local de mármoles y cuna de seda, con la guardia pretoriana rindiendo honores, y Augusto postrado ante Él, el misterio era el mismo. El Dios invisible e incorpóreo, que no cabe en el universo, tomó cuerpo y alma de hombre, y apareció entre los hombres, lleno de gracia y verdad; ése es el misterio de la Encarnación, la suma de todos los misterios de la Fe. Bueno es que los niños se enternezcan ante las pajas del pesebre y la mula y el buey, que los poetas canten (…) y que los predicadores derramen lágrimas sobre la pobreza del Verbo Encarnado; pero los adultos han de hacerse capaces de la grandeza del misterio y han de espantarse no tanto de que Dios sea un niño pobre, sino simplemente de que sea un Niño” (El Evangelio de Jesucristo; editorial Vórtice; 1997).

Para ir cerrando esta semblanza, conviene destacar que Castellani no se pavoneaba por sus escritos aunque, no obstante su sencillez y aprecio más bien moderado por su obra, sabía que lo suyo hacía bien, o al menos era lo que pretendía. Él, que obviamente se sabía escritor, no buscaba ni el reconocimiento ni la fama, sólo quería poner por escrito la riqueza de su inteligencia empapada hasta la raíz por la fe —y que le pagaran lo que le correspondía para poder vivir, porque no comía vidrio—. Con más de 60 obras suyas editadas y reeditadas, y varias más que aún esperan su turno (sin contar las muchas que se escribieron acerca de su figura y genio), en verdad Leonardo Castellani es un “género único”. Por ello, y para concluir, parece oportuno traer las palabras de un escritor y crítico literario español, quien hace no mucho tiempo descubrió a Castellani, y desde entonces propaga sin descanso su obra: “Castellani fue un escritor de insuperable expresividad, pensamiento profundo e irresistible desenfado. Tenía sensibilidad de gran poeta que le permitía mirar más adentro y clarividencia de gran profeta que le permitía mirar más allá; y, sobre estas raras dotes, tenía el precioso don divino de contemplar las cosas abarcadoramente, con capacidad para conocer a un tiempo lo natural y lo sobrenatural, con la mirada de águila clavada siempre en el horizonte escatológico, manantial desde el que se nutre la esperanza cristiana. Cultivó casi todos los géneros literarios –poesía y novela, relato y ensayo, crítica literaria y exégesis bíblica–; y todos los géneros los bautizó con su peculiarísimo estilo, a la vez polemista y apologético, en el que comparece el hombre sufriente que Castellani sin duda fue, pero también el hombre que, en medio de sus padecimientos, se ata en obediencia a Jesucristo, para preservar íntegra su libertad” (Juan Manuel de Prada, en L’Osservatore Romano, 1/8/2015).

Algunas obras literarias de Leonardo Castellani (entre paréntesis, año de la 1ª edición, algunas de ellas póstumas):

Camperas (originalmente Bichos y personas, 1931); Historias del Norte bravo (1936); Martita Ofelia y otros cuentos de fantasmas (1939); El nuevo gobierno de Sancho (1942); Las canciones de Militis (1945); Crítica literaria (1945); Cristo ¿vuelve o no vuelve? (1951); El libro de las oraciones (1951); Los papeles de Benjamín Benavides (1954); Su majestad Dulcinea (1956); El Evangelio de Jesucristo (1957); Las parábolas de Cristo (1959); Doce parábolas cimarronas (1960); El Apokalypsis de san Juan (1963); Decíamos ayer (1968); De Kierkegaard a Tomás de Aquino (1973); Nueva crítica literaria (1976);Las ideas de mi tío el cura (1984); Freud (1996), San Agustín y nosotros (2000); etc.

Párrafos seleccionados de una de sus obras:

Como ya hemos incluido varios escritos de Leonardo Castellani en el artículo, queremos presentar aquí dos breves relatos de su primera obra publicada: Camperas (y que, su primera edición, le fuera prologada nada menos que por Hugo Wast, y la más reciente por el P. Fosbery, como se mencionó más arriba):

“La Oveja y el Carnero miraban el Perro Pastor.

Dijo la Oveja:

-¡Qué lindo tipo!

-Es un tipo raro -dijo el Carnero.

-¿Qué cosa es ser raro? -preguntó ella.

-Ser raro es no ser como yo -dijo el Carnero”.

———

“Una vez atraparon a un monje que venía huyendo a toda furia mirando hacia atrás.

-¡Párese! ¡Párese, don! ¡Adónde va!

El anacoreta estaba que no lo sujetaban ni a pial doble.

-¿Qué le pasa? ¿Quién lo corre?

-¿Lo persigue alguna fiera?

-Peor -dijo el ermitaño.

-¿Lo persigue la viuda?

-Peor.

-¿Lo persigue la muerte?

El anacoreta dio un grito:

-¡Algo peor que la demencia! – y siguió huyendo.

Venía atrás al galope un necio con poder”.

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