Todo eso señalado se debe a que este libro, en su primera parte, es una autobiografía. Y decimos “primera parte”, porque en la segunda nos encontramos con otra cuestión, que también forma parte de su vida, pero que bien podrían publicarse por separado: las cartas que escribía a su madre Yolanda y a su hermana Zilka desde Roma, donde, recién ordenado sacerdote, fue enviado por sus superiores de la Orden de Santo Domingo para obtener su doctorado en Teología. Y tanto una como otra parte conforman el libro que se titula: Vocación y Misterio.
Este libro es un auténtico regalo que el Padre Fosbery dejó a sus hijos espirituales, pues los va llevando, de una manera muy singular, a conocer cómo “nació todo”, cómo fueron los orígenes de Fasta, cómo era su obra de Iglesia en “modo semilla”, para luego fructificar como frondoso árbol, fuerte y bien asentado: la Ciudad Miliciana.
La primera parte, como se dijo, es autobiográfica. Ese género literario iniciado hace siglos por san Agustín con una de sus obras magnas (“Confesiones”), con algunos antecedentes sobre cuestiones particulares de algunos célebres personajes (vgr. Julio César y su “La conquista de las Galias”), ha perdurado en el tiempo como un género muy apetecido para ser leído: personajes célebres de vidas interesantes pero tal vez poco ejemplares, hasta memorias de personalidades históricas muy edificantes, de entre las cuales resaltan las de los santos, como el primero mencionado.
La del Padre Fosbery es una vida ejemplar, llena de dificultades, de superación, de búsqueda incansable, esperanzada, alegre. Su vida fue un combate, al modo que lo entiende el Apóstol, y por eso cada episodio de su vida no está narrado como un capítulo, sino como un embate.
Algo sin duda muy singular a la vez que original. Embates precisos, breves pero ricos en detalles, con manifestaciones recurrentes de su proverbial sentido del humor, generoso en recordar y mencionar a los principales compañeros de su largo y fecundo andar (que fueron muchos, el padre Fosbery era un “fabricante de amigos”).
Una verdadera travesía que culmina paradójicamente en Roma, como se dijo, donde la idea de Fasta fue tomando fuerza y forma en su mente y en su corazón. Allí, con confesiones a su madre y a su hermana, va mostrando la profundidad de su vocación sacerdotal y dominicana, y la percepción clara y luminosa del misterio al que fue convocado.
Y por eso y otras varias cosas más, su obra póstuma se titula: “Vocación y Misterio”
* Comentarios de los presentadores de la obra:
1) “Podremos percibir (saborear, diríamos) el tono sereno, confiado, alegre y fresco del protagonista. ¡Claro! ¿Cómo no? Si al fin y al cabo se trata de un hombre tallado por la Providencia en cada embate de su existencia. Os prometemos: podréis constatar cómo fue llevado por el Señor de la mano…en sus alegrías y en sus tristezas, en la contemplación y en la acción.
Momentos elegidos y narrados por el protagonista que, como ya veréis, pues tal no es ningún secreto, no es él quien es el autor de su propia obra. Os explico esto, aunque no lo necesitéis: se trata esta de una selección cabal y completa de ciertos embates vividos hecha por el mismísimo protagonista, pero quedará claro, a poco de leer, que el autor de esta épica es otro: Dios. ¡Dios! ¡La vida del Padre Aníbal Ernesto Fosbery O.P., vocación y misterio, está escrita por el Señor!
Historia en torno a una vocación: que llegue Cristo a todos los hombres” (Alejandro Campos, de la introducción: “¡Bienvenidos!”; p.16 y 17).
2) “Estas cartas tienen una originalidad, quizá única en comparación a otras de sus obras, aquí está su frescura juvenil, el afecto a su familia y, especialmente, a su madre, el amor a la Orden Dominicana, su fervor y generosidad en la misión, su obediencia implacable a la Iglesia, sus santas locuras de fundador, pero en semilla.” (Pbro. Miguel Rayón, de la Introducción: “Del asombro al descubrimiento”; p.143-144).
* Selección de párrafos de la obra:
1) “Años antes había tenido una experiencia fuerte. Ocurrió en 1948 en que mi familia se mudó a Flores. Un día caminando solo pasé por la puerta de la iglesia de San José de Flores y me dije a mí mismo: «Voy a tomar la primera comunión». Sin tener mucha idea de qué se trataba eso, entré cauteloso a la iglesia y pregunté cuál era el trámite que había que hacer. Me dijeron que tenía que hacer el curso para estudiar el catecismo y las oraciones del cristiano. Salí, inmediatamente volví a casa y la convencí a mi hermana de que me acompañara para hacerlo juntos. Ahí nomás fuimos y nos inscribimos. No dijimos nada en casa. Así estudiamos catequesis hasta el día de la comunión. Fuimos ese día solitos los dos y la tomamos” (Embate 13, p. 40).
2) “Estando todavía en el Colegio Militar, un buen día visité la parroquia San José de Flores, donde había tomado mi primera comunión. Mi casa era vecina de la basílica.
En la parroquia me topé con un señor de ojos claros que vestía un traje Palm Beach blanco. Me saludó muy cortés y me preguntó qué quería. Era el doctor Oscar Carlos D´Agostino, Presidente de la Acción católica local, y me propuso integrarme al grupo.
Así lo hice y me encontré con un verdadero grupo de católicos en el que se encontraban Eugenio Linares, el doctor Juan Alberto Rubén Giménez, Martín y otros que formaban la comunidad católica de Flores. Ellos eran seguidos por un grupo de jóvenes como Juan José Quintas, Jorge González Castañón y Jorge Mario Bergoglio.
Todos los domingos me reunía con ellos, íbamos a la misa de las 8 h y luego salíamos a desayunar al bar Asia, que era atendidos por unos japoneses, y funcionaba donde hoy está la sucursal del Banco de la Nación Argentina. Luego de desayunar, caminábamos todos por la calle Rivadavia entre San Pedrito y Carabobo, con los misales bajo el brazo para dar testimonio de fe. Yo caminaba vestido de civil, sin el uniforme del Colegio, corriendo el riesgo que me pusieran treinta días de arresto. Pero así eran las cosas” (Embate 16, p. 45-46).
3) “En una oportunidad, el Padre Farías, viejo dominico, me escuchó predicar siendo un joven diácono y me escribió una nota diciendo que tenía la gracia gratis data (don gratuito) de la predicación.
Llegó el día de mi ordenación sacerdotal.
Mi madre había calmado su actitud y estaba feliz. Me ordenó de sacerdote Monseñor Alejandro Schell el 6 de diciembre de 1959 en la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, de Lanús Este, con otros seminaristas de la diócesis. Pero de esa celebración no recuerdo nada, solo que a la salida me esperaban los que después serían los primeros con los que comenzaría mi tarea apostólica.
Di mi primera misa en San José de Flores con la basílica llena de gente.
Una vieja tradición de la Orden señalaba que cuando uno celebraba la primera misa, la gracia que pidiera sería concedida. Yo me atreví a pedir a Dios que me diera la gracia de ser apóstol de los jóvenes.
El Padre Domingo Basso fue el concelebrante, porque yo no podía cantar nada y él lo hacía con gusto y muy bien. El predicador fue el Padre Petit de Murat.
Celebré la segunda misa en la basílica de Santa Lucía, donde el Padre Debony era el párroco. Allí ocurrió algo curioso: una señora, que parece que veía poco, besó mi llavero pensando que era el rosario.
De ahí en más, siguieron los estudios y la pequeña tarea apostólica que empecer a hacer con los jóvenes que después se incorporarían a Fasta” (Embate 26, p.67).
4) “Quería fundar una Fraternidad Sacerdotal propia de Fasta.
Con el primero que hablé el tema fue con mi confesor, Monseñor Adolfo Arana, Obispo de Río Cuarto, a quien le llevé el tema de formar sacerdotes para Fasta. Me dijo que esto era una obra de Dios y que él iba a ordenar a los sacerdotes que yo quisiera.
Este hecho providencial, mirando más allá de la realidad circunstancial y humana, tenía la fuerza del mensaje de Dios que viene por la Iglesia.
Con esta decisión de Mons. Arana, me reuní con un grupo de jóvenes egresados con vocación que no querían dejar Fasta y, al mismo tiempo, querían ser sacerdotes de la Institución. Deseaban vivir hondamente la vida de la gracia, haciendo que las realidades temporales y mundanas fueran espiritualizadas según los evangelios, iluminando a las realidades del mundo de hoy.
De esta manera, la obra del seminario que fundaba se integraba al espíritu del Concilio Vaticano II.
Surge así el seminario de los jóvenes sacerdotes de Fasta, el 29 de mayo de 1985” (Embate 46, p. 103).
5) “El 13 de noviembre de 1960, a las 9 h, concurrí a la patriarcal basílica vaticana de San Pedro para asistir a una solemne liturgia en rito bizantino-eslavo, el mismo día les escribo a mi madre y a mí hermana contándole lo ocurrido. El Sumo Pontífice presidió la misa. Que fue espléndida. La basílica de San Pedro es monumental. Todo tiene una especial significación: la ceremonia, los coros, las diversas guardias vaticanas con sus vistosos uniformes y, en medio de todo esto, la figura patriarcal y augusta del Papa Juan XXIII. El Papa pasó muy cerca de donde yo estaba, cuando lo vi no pude menos que dejar caer unas lágrimas. Fue este mi más grande acto de fe en la iglesia” (de la carta en Roma del 13/11/1960: El Concilio Vaticano II y el Papa Juan XXIII, p.152).
6) “Nuevamente en Roma y con la emoción del primer día, pero ahora con la alegría inmensa de sentir familiares los paisajes, los colores y las personas. La última etapa de mis vacaciones fue Lourdes, Roma: la Santísima Virgen y la iglesia. ¿Podrían pedirse mayores símbolos?
¡Lourdes! Imposible describir los que fueron para mí los días vividos junto a la gruta, allí llegué a las 17:45 h. El cielo estaba encapotado. Lloviznaba. El tren había costeado las aguas verdes y claras del río Cabe del Pau, adentrándose en medio de colinas redondeadas y boscosas, de un verde subido, dejaba ver al fondo los Pirineos nevados. Estábamos en la tierra de la Santísima Virgen. Bajé del tren y me encaminé hacia el Hospital Notre Dame des sept douleurs. La calle donde caminaba estaba atiborrada de peregrinos, los edificios eran todos negocios de ventas de recuerdos, bares y hoteles. Comencé a descubrir dominicos en grandes cantidades. Es que en esa semana se realizaba la famosa peregrinación del Rosario que organizan nuestros Padres dominicos de Francia. Era increíble la cantidad de gente por las calles. Asistían casi cincuenta mil peregrinos.
Llegué al hospital donde debía encontrarme con el Padre Lassus, que estaba de capellán de enfermos, pero en ese momento no se encontraba. Al cabo de una hora, llegó junto con Fray Pablo, nos saludamos con grandes abrazos. En este hospital se alojaban cientos de enfermos peregrinos, atendidos por un cuerpo de enfermeros voluntarios, casi todos pertenecían a las mejores familias francesas; había además una agrupación de hombres «camilleros» que trasladaban a los enfermos para las ceremonias religiosas. Todo marchaba a un ritmo de organización perfecta” (de la carta en Roma del 13/10/1961: De Lourdes a Roma, p. 222-223).