Cuando un bebé nace del seno materno, sus llantos e indigencia, hacen evidente la necesidad que tiene de su madre. Necesita su cuidado y afecto. Necesita su alimento. Con el pasar de los años, el niño, no solo necesitará de su madre, sino también de otras personas que lo ayudarán en su crecimiento y desarrollo personal. Esta experiencia hace evidente la conocida sentencia de Aristóteles en el libro I de La Política: el hombre es un ser social por naturaleza. Ninguna persona puede crecer y desarrollarse sola. Necesita para vivir de otras personas. Y esto es una realidad de la naturaleza.
La sociedad la comunica y une; establece una verdadera comunión entre hombres. Esto es compartir bienes y compartir la vida con otras personas. Esta comunión es indispensable para la perfección del hombre.
Pero existe otra comunión. Una comunión que supone la comunión natural y, además, la sana, perfecciona y eleva. Es una comunión sobrenatural. Aquella que la Iglesia llama: comunión de de los santos. Y, al modo de la comunión natural, es indispensable para crecer en la vida de la gracia y nos invita a compartir bienes santos y a unirnos estrechamente con las personas santas.
Es en la relación con las personas santas que se da por la comunión de los santos, donde la Virgen María ocupa un puesto de privilegio. En la vida natural necesitamos de varias personas para crecer y perfeccionarnos, pero nuestra madre establece con nosotros un vínculo intenso y fundamental. Del mismo modo, en la vida sobrenatural, la relación con María es esencial para nuestro crecimiento en la vida de la gracia.
Dice santo Tomás de Aquino en el Comentario al Ave María: grande es la gracia en un santo, si alcanza para salvar a otros hombres; pero, si fuera suficiente para salvar a todos, esa gracia sería máxima. Y esto acontece en Cristo y en la bienaventurada Virgen María. Ella ha recibido en su seno a la fuente de la gracia; Jesucristo. Como dice san Luis María Grignon de Montfort: Dios creó un depósito de todas las aguas y lo llamó mar, y creó un depósito de todas las gracias y la llamó María. Por eso podemos afirmar que en María se encuentran todas las gracias necesarias para nuestra vida interior. En ella encontramos lo necesario para nuestro crecimiento espiritual y en ella encontramos auxilio y protección porque es nuestra madre. Y así como todo hombre está ligado intensamente a su madre porque de ella ha recibido la vida, del mismo modo todo cristiano está vinculado a María como hijo, porque por ella ha recibido al que es la Vida.
Hoy la Liturgia nos invita a ingresar en un lugar especial. Un lugar lleno de habitaciones: Habitaciones con ovejas y pastores, tinajas de agua convertida en vino, peregrinaciones y visitas al templo, persecuciones y herramientas de carpintería, reyes, viajes y pirámides, legiones, cruces, clavos y ángeles. Ese lugar es el corazón de María , la madre de Dios. Porque como escuchamos en el evangelio: María por su parte, meditaba todas estas cosas y las guardaba en el corazón.
María custodia en el corazón la vida y el amor de Jesucristo. Y si nuestra vida y nuestros amores han sido asumidos por Cristo desde nuestro bautismo, si nosotros mismos somos miembros del cuerpo místico del Señor y si somos hijos en el Hijo, también nosotros estamos en el inmaculado corazón de María. El corazón de María es el corazón de la Madre.
Bastarían recordar las palabras de la Virgen a san Juan Diego para contemplar el realismo de la maternidad de María sobre cada creyente: Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón, no temas esa ni ninguna otra enfermedad o angustia. ¿Acaso no estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy tu salud? ¿Qué más te falta? Y así como el amor que vincula a una madre con su hijo es sabia vital para crecer y perfeccionarse, el amor del cristiano con María es canal de gracia para crecer en santidad. Por eso san Luis María Grignon de Montfort, en audaz sentencia, se anima a decir: A quien Dios quiere hacer muy santo, lo hace muy devoto de la Virgen María.