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San Juan XXIII

San Juan XXIII, un hombre providencial que supo conducir la barca de Pedro para ponernos a todos los creyentes frente a la responsabilidad de asumir el llamado al Concilio Vaticano II como una gran convocatoria pastoral para hacernos buenos samaritanos de nuestros hermanos. Desde aquí Fasta descubre la impronta que nos caracteriza en el encuentro con la juventud, la familia y la cultura.

CC3H4D Pope John XXIII (1881-1963) Who Reigned As Pope From 1958.

San Juan XXIII y su legado a Fasta

Es patrono secundario de nuestra Ciudad Miliciana y le debemos a la docilidad de este Papa Bueno la apertura y el inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II. Fasta es fruto de la Primavera por él profetizada, cuando supo llamar a disponernos para que el Espíritu Santo renovara una Iglesia que nos es un museo de arqueología.

Al respecto nuestro Fundador en sus años de estudio en Roma decía: “El 13 de noviembre de 1960, a las 9 hs, concurrí a la patriarcal basílica vaticana de San Pedro para asistir a una solemne liturgia en rito bizantino eslavo, el mismo día les escribo a mi madre y a mi hermana contándole lo ocurrido. El Sumo Pontífice presidio la misa. Que fue espléndida. La Basílica de San Pedro es monumental. Todo tiene una especial significación: la ceremonia, los coros, las diversas guardias vaticanas con sus vistosos uniformes y, en medio de todo esto, la figura patriarcal y augusta del Papa Juan XXIII. El Papa paso muy cerca de donde yo estaba, cuando lo vi no pude menos que dejar caer algunas lágrimas. Fue este mi más grande acto de fe en la Iglesia.

(…) La Iglesia no es un museo de arqueología. Diez días después de mi llegada a Roma, podía escuchar al Sumo Pontífice hablar del Concilio Ecuménico en esta ciudad eterna donde parece flotar la presencia del Dios tres veces santo.” (Vocación y Misterio pp. 152-153).

San Juan XXIII inspira a toda la Iglesia para abrir a la acción carismática del Espíritu Santo para que renueve el rostro de su Esposa y la ponga en la disposición de estar en salida para una nueva evangelización caracterizada por la palabra amable y la Misericordia Divina para salir al encuentro del hombre de hoy.

El Papa bueno tendrá una preocupación especial por presentar a la Iglesia como Madre y Maestra, abogara por la paz en la tierra y tendrá presente la necesidad de poner a la Iglesia de cara al mundo para hablar de sí misma y para dar esperanza al orbe entero.

Este es San Juan XXIII, un hombre providencial que supo conducir la barca de Pedro para ponernos a todos los creyentes frente a la responsabilidad de asumir el llamado al Concilio Vaticano II como una gran convocatoria pastoral, para hacernos buenos samaritanos de nuestros hermanos. Desde aquí Fasta descubre la impronta que nos caracteriza en el encuentro con la juventud, la familia y la cultura. Desde el gran legado del Papa Bueno, como era llamado, entendemos ese realismo lleno de esperanza que supo legarnos San Juan XXIII para ver lejos de una crisis, siempre una gran oportunidad para evangelizar. El testamento espiritual que escribiera nos muestra el talante que tenía el alma, quien es patrono secundario de FASTA:

Testamento espiritual del papa Juan XXIII

Venecia, 29 de junio de 1954.
Testamento espiritual y mi última voluntad:

En el momento de presentarme ante el Señor, Uno y Trino, que me creó, me redimió y me quiso su sacerdote y obispo, me colmó de gracias sin fin, confío mi pobre alma a su misericordia: le pido humildemente perdón de mis pecados y de mis deficiencias, le ofrezco lo poco bueno que con su ayuda he conseguido hacer, aunque imperfecto y mezquino, por su gloria, al servicio de la santa Iglesia, para edificación de mis hermanos, suplicando finalmente que me acoja como padre bueno y piadoso, con sus santos en la eternidad bienaventurada.

Deseo profesar, una vez más, toda mi fe cristiana y católica y mi pertenencia y sujeción a la santa Iglesia católica y romana, y mi perfecta devoción y obediencia a su Augusta Cabeza, el Sumo Pontífice, a quien tuve el gran honor de representar durante largos años en diversas regiones del Oriente y del Occidente, y que me quiso finalmente en Venecia como cardenal y como patriarca, y a quien he seguido siempre con afecto sincero, por cima de todas las dignidades que me ha concedido. El sentido de mi pequeñez y de mi nada me ha acompañado siempre haciéndome humilde y tranquilo, y concediéndome la satisfacción de dedicarme lo mejor posible al ejercicio continuo de obediencia y caridad por las almas y los intereses del Reino de Cristo, mi Señor y mi todo. A Él la gloria, y para mí como único mérito mío: su misericordia. Mi mérito, la misericordia del Señor. Señor, tú sabes todas las cosas, tú sabes que te amo. Esto sólo me basta.

Pido perdón a aquellos que hubiere ofendido inconscientemente, a todos los que no he edificado. Creo no tener nada que perdonar a nadie, pues en cuantos me han conocido y se han relacionado conmigo —me ofendieran, o despreciaran, o me tuvieran justamente por lo demás en menor estima, o fueron para mí motivo de aflicción— no encuentro más que a hermanos y bienhechores, a los que estoy agradecido, por los que oro y oraré siempre. Nacido pobre, pero de honrada y humilde familia, estoy particularmente contento de morir pobre, habiendo distribuido según las diversas exigencias de mi vida sencilla y modesta, al servicio de los pobres y de la santa Iglesia que me ha alimentado, cuanto he tenido entre las manos —poca cosa por otra parte— durante los años de mi sacerdocio y de mi episcopado.

Aparentes opulencias ocultaron con frecuencia espinas escondidas de dolorosa pobreza y me impidieron dar siempre con largueza lo que hubiera deseado. Doy gracias a Dios por esta gracia de la pobreza de la que hice voto en mi juventud, como sacerdote del Sagrado Corazón, pobreza de espíritu y pobreza real; que me ayudó a no pedir nunca nada, ni puestos, ni dinero, ni favores, nunca, ni para mí ni para mis parientes o amigos.

A mi querida familia según la sangre —de la que por otra parte no he recibido ninguna riqueza material— no puedo dejar más que una grande y especialísima bendición, con la invitación de que se mantenga en el temor de Dios que siempre me la hizo tan querida y amada, aunque sencilla y modesta, sin avergonzarme de ella jamás y que es su verdadero título de nobleza. La he socorrido también algunas veces, en sus necesidades más graves, como pobre con los pobres, pero sin elevarla nunca de su pobreza honrada y alegre. Suplico y pido siempre su prosperidad, gozoso como estoy de advertir también en los nuevos y vigorosos retoños la firmeza y la fidelidad a la tradición religiosa de los padres, que será siempre su fortuna. Mi más ferviente augurio es que ninguno de mis parientes y allegados esté ausente en el momento del gozo del bien eterno.

Partiendo, como confío, por los caminos del Cielo, saludo, doy gracias y bendigo a tantos y a tantos que han formado sucesivamente mi familia espiritual, en Bérgamo, en Roma, en Oriente, en Francia, en Venecia, y que fueron mis paisanos, bienhechores, colegas, alumnos, colaboradores, amigos y conocidos, sacerdotes y seglares, religiosos y religiosas, de los cuales por disposición de la Providencia, fui, aunque indigno, hermano, padre o Pastor.
La bondad de que fue objeto mi pobre persona por parte de todos con los que me encontré en mi camino, ha hecho tranquila mi vida. Recuerdo bien ante la muerte a todos y a cada uno, a los que me han precedido en el último paso, a los que me sobrevivirán y que me seguirán. Que oren por mí. Se lo compensaré en el Purgatorio o en el Paraíso, donde espero ser escuchado, lo repito una vez más, no por mis méritos, sino por la misericordia de mi Señor.
Recuerdo a todos y por todos pido. Pero mis hijos de Venecia, los últimos que el Señor ha querido poner en torno mío, como último consuelo y gozo de mi vida sacerdotal, quiero nombrarles particularmente como prueba de admiración, reconocimiento y de ternura singular. Los abrazo en espíritu a todos, a todos, clero y laicado, sin distinción, como sin distinción los he amado como miembros de una misma familia, objeto de una misma preocupación y amabilidad paternal y sacerdotal. “Padre santo, conserva a estos que me diste en tu nombre: que sean una sola cosa como nosotros” (Jn 17, 11).

En el momento del adiós, o mejor, del hasta la vista, también recuerdo a todo lo que más vale en la vida: Cristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio, y, en el Evangelio, sobre todo, el Padre Nuestro, con el espíritu y el corazón de Cristo y del Evangelio, la verdad y la bondad, la bondad mansa y benigna, activa y paciente, invicta y victoriosa.
Hijos míos, hermanos míos, adiós. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre de Cristo nuestro amor, de María nuestra dulcísima madre; de San José mi primer y principal protector. En el nombre de San Pedro, de San Juan Bautista y de San Marcos; de San Lorenzo Justiniano y de San Pío X. Que así sea.
Cardenal Ángel José Roncalli, patriarca.

Este texto lleva de puño y letra del Papa las siguiente acotaciones:
«Estas páginas escritas por mi valen como manifestación de mi absoluta voluntad para el caso de mi muerte repentina.

Venecia, 17 de septiembre de 1957.
Ángel José Roncalli, Cardenal.

Y valen también como testamento espiritual sumándose a las disposiciones testamentarias aquí unidas con fecha de 30 de abril de 1959».

Juan XXIII PP.
Roma, 4 de diciembre de 1959.

Mi testamento

Castelgandolfo, 12 de septiembre de 1961.

Bajo el auspicio amable y confiado de María, mi Madre celestial, cuyo nombre celebra hoy la liturgia, y a los ochenta años de edad, dispongo y renuevo aquí mi testamento, anulando cualquier otra voluntad hecha y escrita precedentemente, en otras ocasiones.

Espero y aceptaré sencilla y alegremente la llegada de mi hermana la muerte con todas las circunstancias con que le plazca al Señor enviármela.

Ante todo pido perdón al Padre de las misericordias por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias, como tantas y tantas veces dije y repetí al ofrecer mi Sacrificio diario.

Para esta primera gracia del perdón de Cristo, para todas mis culpas, y de la entrada de mi alma en el bienaventurado y eterno Paraíso, me encomiendo a la intercesión de cuantos me han seguido, conocido durante toda mi vida de sacerdote, de obispo y de humildísimo e indigno siervo de los siervos del Señor.

Se llena mi corazón de alegría al renovar íntegra y ferviente mi profesión de fe católica, apostólica y romana. Entre las diversas formas y símbolos con que suele expresarse la fe, prefiero el “Credo de la misa” sacerdotal y pontifical, con la elevación más profunda y sonora en unión con la Iglesia universal de todos los ritos, siglos y regiones: desde el “Credo in unum Deum Patrem omnipotentem” al “Et vitam venturi saeculi”.

A modo de palabras finales para nuestra reflexión hagámonos la pregunta: ¿Cómo escribiríamos hoy nuestro testamento espiritual? ¿Qué necesitamos renovar en nuestro compromiso y misión como miembros de la Iglesia?

Oración

Dios, Padre amado, que nos diste como Santo Padre a San Juan XXIII, llamado por todos el Papa de la paz y el Papa bueno.

Te pedimos Padre por su intercesión ser portadores en esta tierra del don maravilloso de tu paz y ser por tanto hombres y mujeres de diálogo, comprensión y tolerancia.

Ayúdanos Señor a ver a todos los que nos rodean como hermanos e hijos de un mismo Dios y a buscar en todo momento el entendimiento sin desvirtuar tu luz y tu verdad.

Queremos, como San Juan XXIII, que nos reconozca el mundo entero porque, como discípulos tuyos, nos amamos unos a otros.

Gracias por este ejemplo de virtudes. Y unidos a todos los santos del cielo y en especial a este Papa bueno te suplico Padre Santo esta gracia particular que necesito (haga aquí su petición).

Gracias te doy de antemano, Señor, porque al ruego de tan gran intercesor estoy seguro de que me será concedida. Amén.

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