Cuando Jesús se acercaba a la pendiente del monte de los Olivos, todos los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios en alta voz, por todos los milagros que habían visto. Y decían: «¡Bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (Lc. 19, 37-38)
Jesús acompañado de sus discípulos, iba camino a Jerusalén. Cuando se acercó a Betfagé y Betania, al pie del monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan al pueblo que está enfrente y, al entrar, encontrarán un asno atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo; y si alguien les pregunta: “¿Por qué lo desatan?”, respondan: “El Señor lo necesita”».
Los enviados partieron y encontraron todo como Él les había dicho. Cuando desataron el asno, sus dueños les dijeron: «¿Por qué lo desatan?»
Y ellos respondieron: «El Señor lo necesita».
Luego llevaron el asno adonde estaba Jesús y, poniendo sobre él sus mantos, lo hicieron montar. Mientras Él avanzaba, la gente extendía sus mantos sobre el camino.
Cuando Jesús se acercaba a la pendiente del monte de los Olivos, todos los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios en alta voz, por todos los milagros que habían visto. Y decían:
«¡Bendito sea el Rey que viene
en nombre del Señor!
¡Paz en el cielo
y gloria en las alturas!»
Algunos fariseos que se encontraban entre la multitud le dijeron:
«Maestro, reprende a tus discípulos».
Pero él respondió:
«Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras».
Palabra del Señor.
Jesús iba adelante, peregrinando y subiendo a Jerusalén. Jesús está cumpliendo el final de su misión, el Padre lo envió para que muriendo en la cruz nos diera la redención, es el final de esta misión de Jesús y por eso sube a Jerusalén.
Hemos llegado ya al Domingo de Ramos. Caminamos, peregrinamos junto con Jesús a la semana que llamamos santa, donde celebramos el memorial de la derrota de Cristo y de su victoria.
“Sube a Jerusalén”
Se trata de una ciudad colocada en un alto, rodeada de una muralla que parece impenetrable. La subida marca el destino final, su pasión, su muerte en la cruz y el principio de sus días gloriosos, la resurrección, la ascensión y la gloria. Aquí está marcada su subida a Jerusalén, y el Señor va adelante, va caminando, peregrina, guía .. para esto lo envió el Padre.
«La multitud alfombró el camino con sus mantos; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada» (Mt 21,8); y en otro lugar se añade: «Tomaron ramos de palmeras y salieron a su encuentro gritando: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel!”» (Jn 12,12-13). Aquella exclamación se grabó en el corazón de los apóstoles. Su signicado era claro: quienes lo aclamaban reconocían en Jesús al Mesías, ¡era el Mesías quien estaba entrando en Jerusalén! Y nosotros, leyendo esta escena en cualquiera de los cuatro Evangelios, podemos trasladarnos ahí y gritar también: «¡Bendito seas, Señor!, ¡bendito seas! Tú eres Dios, tú eres el Rey, tú eres el Rey de mi
vida, tú has venido a reinar: ¡entra en mi corazón!». Jesús está entrando en la Ciudad Santa, pero donde realmente quiere entrar —y donde sigue queriendo entrar— es en nuestro corazón. Ahí quiere vivir.
El Señor ha venido a curar, ha venido a salvar, ha venido a dar vida. Sin ningún
miedo, podemos clamar: «Señor, aquí tienes mi corazón, ¡ven a vivir a él!».
El papa Francisco decía hace unos años que la Semana Santa, es una oportunidad para que levantemos nuestra mirada hacia la cruz para recibir la gracia del estupor y el asombro. Y preguntarnos también ¿somos capaces todavía de dejarnos conmover por el amor de Dios?
Que podamos volver a comenzar desde el asombro; y mirar al Crucificado y decirle: “Señor, ¡cuánto me amas, qué valioso soy para Ti!”. Dejémonos sorprender por Jesús para volver a vivir, porque la grandeza de la vida no está en tener o en afirmarse, sino en descubrirse amados. Ésta es la grandeza de la vida, nuevamente descubrir que somos amados por Él.
¿Quién es este que viene,
recién atardecido,
cubierto por su sangre
como varón que pisa los racimos?
¿Quién es este que vuelve,
glorioso y malherido,
y, a precio de su muerte,
compra la paz y libra a los cautivos?
Se durmió con los muertos,
y reina entre los vivos;
no lo venció la fosa,
porque el Señor sostuvo a su elegido.
Anunciad a los pueblos
qué habéis visto y oído;
aclamad al que viene
como la paz, bajo un clamor de olivos. Amén.