“Por eso hay que volver a la Virgen, y hay que amar a la Virgen. Ella es nuestro modelo. Es una de los nuestros, santificada, es nuestro paradigma. Ella es la que tiene que estar acompañando el plan que Dios tiene de salvación, porque en Ella ya se está realizando lo que Dios quiere que se dé en cada uno de nosotros”
(Aníbal Fosbery, María, Madre de Dios y Madre Nuestra, pág. 126).
En el sexto mes, el Angel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo.»
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el Ángel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin.»
María dijo al Ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?»
El Ángel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios.»
María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho.»
Y el Ángel se alejó.
Cada 8 de diciembre celebramos junto con toda la Iglesia la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Fiesta que nos recuerda que la Virgen María fue preservada de todo pecado desde su concepción. Constituye un dogma fundamental de nuestra fe, el cual fue proclamado por el Papa Pío IX en la bula Ineffabilis Deus. Allí se expresa: “Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles” (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus; 8/12/1854).
¿Y por qué la Virgen María es preservada del pecado? María es libre de pecado por los méritos de Cristo Salvador. Ella, por ser una de nuestra raza, aunque no tenía pecado, necesitaba salvación, que solo viene de Cristo. Pero Ella singularmente recibe por adelantado los méritos salvíficos de Cristo, en orden a su Maternidad. Este dogma tan grande, que constituye un Misterio de nuestra Fe, nos habla del poder de Dios, y nos permite ver su obra en la Redención del mundo. Desde toda la Eternidad, María fue pensada para ser la Madre de Jesús, y es por esta misión tan grande que el Padre le concede ciertas “prerrogativas”, en orden a su Maternidad Divina. Si Ella va a ser la Madre del Salvador, Dios la va a preservar del pecado, para que pueda ser digna morada del Hijo. Ella es “toda belleza”, “la pura y limpia”, la “Inmaculada”, la “toda pulcra”… no hay mancha de pecado que la pueda hacer indigna para recibir al Salvador.
Sin embargo, esta prerrogativa que el Señor le concede no la convierte en una especie de ángel, de ser superior. Ella sigue siendo una mujer, una de nosotros, de naturaleza humana, pero preservada del pecado. Y entonces la Virgen María es imagen de lo que Dios quiere hacer con nosotros. Así lo expresa nuestro padre Fundador: “Por eso hay que volver a la Virgen, y hay que amar a la Virgen. Ella es nuestro modelo. Es una de los nuestros, santificada, es nuestro paradigma. Ella es la que tiene que estar acompañando el plan que Dios tiene de salvación, porque en Ella ya se está realizando lo que Dios quiere que se dé en cada uno de nosotros” (Anibal Fosbery, María, Madre de Dios y Madre Nuestra, pág. 126). Nosotros también estamos llamados a la santidad, a ser “santos e inmaculados en la presencia de Dios” (cfr. Ef 1, 4), predestinados a ser hijos de Dios sin mancha. María ya nos muestra el camino, aquello que Dios quiere obrar en nosotros. Y al igual que la Virgen María, tenemos que dejar que Dios haga su obra, tenemos que dejarlo hacer, y poder responder con toda la fuerza de nuestro corazón como Ella respondió: “Fiat mihi”, “Que se haga en Mí”, para dejar que Dios sea el que nos santifique.
Porque tenemos la plena confianza de que “no hay nada imposible para Dios” (Lc 1, 37).
¡Oh, Santa Madre Celestial!
¡Oh, Inmaculada Concepción!
que abriste para el mundo
la Fuente del Agua de Vida Curativa,
que brota desde el Bendito Corazón de Jesús,
disipa de nosotros todos los males que nos perturban,
abre nuestros corazones
a través de la Llama de Tu Inmaculado Corazón,
perdona nuestras faltas
y líbranos de los engaños del enemigo.
¡Oh, Santa Madre del Universo!,
quédate con nosotros,
para que bajo Tu Amor Universal,
podamos vivir en Cristo,
Nuestro Señor, eternamente.
Amén.