El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y él reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin”.
Lc. 1, 30-33
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de la estirpe de David, llamado José. La virgen se llamaba María.
Entró el ángel a donde ella estaba y le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oír estas palabras, ella se preocupó mucho y se preguntaba qué querría decir semejante saludo.
El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y él reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin”.
María le dijo entonces al ángel: “¿Cómo podrá ser esto, puesto que yo permanezco virgen?” El ángel le contestó: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el Santo, que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel, que a pesar de su vejez, ha concebido un hijo y ya va en el sexto mes la que llamaban estéril, porque no hay nada imposible para Dios”. María contestó: “Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho”. Y el ángel se retiró de su presencia.
Dios mismo llama a las puertas de la voluntad de María.
“Tú, oh María, eres como un libro en el que se halla descrito nuestro modo de obrar. En ti se halla descrita la sabiduría del Padre eterno y en ti se manifiesta hoy la dignidad, la fortaleza y la libertad del hombre. Si considero tu inmensa determinación, oh Trinidad eterna, veo que en tu luz tuviste en cuenta la dignidad y nobleza de la familia humana. Efectivamente, igual que tu amor te obligó a producir desde ti mismo al hombre, así este mismo amor te obligó a redimirlo cuando ya estaba vendido y perdido. Bien demostraste amar ya al hombre, incluso antes de que existiese, cuando quisiste sacarlo de ti mismo movido sólo por amor. Pero aún demostraste un amor hacia él todavía mayor cuando te diste a ti mismo a él y hoy te encierras en el envoltorio humilde de su humanidad. ¿Y qué más podías darle que darte a ti mismo? Verdaderamente puedes decirle: ¿Qué más cabía hacer por ti? — incluso: ¿qué más «podía » hacer que yo no lo haya hecho? (Is 5, 4).
Por tanto compruebo que todo lo que en tu grande determinación vio tu sabiduría eterna que debía hacerse en orden a la salvación del género humano, esto fue lo que tu clemencia inefable quiso hacer y lo que tu poder hoy realizó.
¿Qué has hecho? ¿Qué determinaste en tu sabiduría eterna e incomprensible de modo que cumpliendo tu decisión a la vez fuese obra de misericordia y de modo tan perfecto cumplieras con tu justicia? (Tt 3, 5) ¿Cuál es el remedio que nos has dado? Este es el remedio oportuno: has dispuesto darnos a tu Palabra unigénita para que tomando ella la masa de nuestra humanidad, que te había ofendido, sufriendo después ella misma, diera así satisfacción a tu justicia no por la fuerza de la humanidad sino de la divinidad unida a la misma humanidad. De este modo satisface a la justicia el mismo hombre que había pecado y tu designio se cumple cuando por tu misericordia das al hombre tu Unigénito para que así el hombre pueda librarse de la culpa satisfaciendo por la fuerza de su divinidad.
Oh María, veo que la Palabra se da en ti, y, sin embargo, no se separa de su Padre, como la palabra en la mente del hombre, que si bien se pronuncia externamente y se comunica a otros, sin embargo, no abandona o se separa del corazón. Por todo ello se ve la dignidad del hombre, ya que por él has hecho tantas y tan grandes cosas.
También en ti, oh María, se manifesta hoy, la fortaleza y la libertad del hombre. Después de la deliberación de tan gran designio fue enviado a ti el ángel y te anuncia el mensaje de la divina decisión, pidiendo tu consentimiento; y el Hijo de Dios no baja a tu seno antes de que tú dieras el consentimiento de tu voluntad. Estaba esperando a las puertas de tu voluntad para que abrieras al que quería venir a ti; nunca hubiera entrado mientras tú no abrieras la puerta al decir: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra. (Lc 1, 38) Golpeaba a tu puerta, oh María, la eterna Deidad, pero si no hubieras abierto las puertas de tu voluntad, Dios no hubiera tomado carne humana.
Sonrójate, alma mía: pues ves cómo hoy Dios contrajo e hizo parentela con María. Aunque has sido creada sin tu participación, no serás salvada sin tu participación.
Oh María, dulce amor mío, en ti está escrita la Palabra de la que recibimos la doctrina de la vida; tú eres la tablilla en la que está grabada esta Palabra y tú nos ofreces su doctrina”.
Hoy se revela el misterio que es desde toda la eternidad:
el Hijo de Dios se convierte en Hijo del Hombre;
participando en lo que es más bajo,
nos hace partícipes de las cosas superiores.
Adán fue engañado al principio:
intentó convertirse en Dios, pero fracasó.
Ahora Dios se hace hombre,
para deificar a Adán.
Que la creación se regocije y la naturaleza exulte:
el arcángel se queda admirado ante la Virgen,
y con su saludo, “Alégrate”, trae el alegre anuncio
el alegre anuncio de que nuestro dolor ha terminado.
Oh Dios, que te hiciste hombre por tu compasión misericordiosa,
¡gloria sea para ti!