“Llegad al jardín, creyentes, tened en silencio el alma: ya empiezan a ver los justos la noche clara”.
Himno de Laudes del Sábado Santo
“Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos”.
Los altares están hoy despojados. El altar simboliza al mismo Cristo: por eso el sacerdote lo besa al empezar y al terminar la Misa, y por eso está hoy desnudo. Sin manteles, sin velas, sin crucifijo. Jesús ha muerto y descansa en el sepulcro.
Hoy es también el día del silencio. Todo lo que hemos vivido en los últimos días se agolpa de alguna manera en el corazón y en la memoria. Un poco como sucede cuando termina una gran sinfonía. Muchos directores piden al público que dejen un tiempo antes de los inevitables aplausos, para que la música pueda aún resonar en los corazones. En este día de silencio, podemos comenzar nuestra oración preguntándonos: ¿Cómo estaría la
Virgen María en aquel sábado que siguió a la muerte de su hijo? ¿Cómo estaría María Magdalena tras contemplar la muerte de su Señor? ¿Cómo estaría el joven Juan? ¿Cómo estarían los apóstoles que habían abandonado a Jesús? Lo que han vivido resuena en su alma, y cada cosa adquiere el relieve que realmente ha tenido para ellos. También para nosotros. ¿Qué ha significado para mí la celebración de la Pasión? ¿Qué significa para mí que Dios se haya hecho hombre y haya muerto para liberarme del pecado y darme la vida eterna?
Qué escena tan hermosa, el final de la pasión de San Juan, cap. 19. Imaginemos a aquellos hombres que descuelgan el cuerpo de Jesús. Es como un saco, pesado, sin vida. Está cubierto de sangre reseca. Y está empezando a enfriarse. Lo desclavan, lo bajan, y la Virgen es la primera que lo abraza.
Después, enseguida, tienen que arrancarlo de sus brazos, porque hay que sepultarlo cuanto antes. Es la víspera de la Pascua, la fiesta más grande de Israel, y a partir del anochecer no está permitido moverse o trabajar. Lo llevan al sepulcro. Alguna de las mujeres ha ido a buscar agua para limpiar el cuerpo. Y trapos. Nicodemo trae una mixtura de mirra y áloe, para cubrir el cuerpo de Jesús y el lugar de la sepultura. Es un piadoso intento de vencer el
poder destructor de la muerte. Hay un detalle que nos puede pasar desapercibido: de aquella mixtura había traído Nicodemo unas cien libras.
Nos parece estupendo: cien libras; hasta suena bien: 100. Pero cada libra eran unos 320 gramos, de modo que el bueno de Nicodemo había traído ¡32 kilos de mirra y áloe! 32 kilos de perfumes para embalsamar el cuerpo de Cristo… Es una barbaridad. Un exceso que cierra el relato de la Pasión recordándonos que, en realidad, la Pasión entera consiste en eso: un exceso, una sobreabundancia de amor. Si un hombre práctico, de los que saben moverse en la vida, hubiera visto a Nicodemo llegar con tamaña cantidad de perfumes, tal vez le habría dicho: «No hacía falta tanto. ¿Para qué has traído tanto? Todo el mundo sabe que para embalsamar no hace falta tanto… y menos ahora, que no tenemos ni tiempo». En realidad, ese hombre tan resolutivo podría decir lo mismo al contemplar la Pasión, paso a paso: «No hacía falta tanto». Y así se alzaría su oración, en un tono condescendiente: «Jesús, en realidad, no hacía falta que se burlaran tanto de ti. No hacía falta que te flagelaran. Desde luego no hacía falta que te coronaran de espinas. Ni que cayeras al suelo, camino del Calvario. Y tampoco hacía falta que te clavaran con clavos. ¿Sabes?, a otra gente no la clavaban con clavos. No hacía falta que murieras desangrado… los dos ladrones no murieron desangrados. Todo esto no hacía falta…».
Quizá este hombre que sabe tanto de la vida tenga razón, y no hacía falta, pero en todo caso no ha comprendido nada. Si dejamos que el Evangelio nos hable, nos damos cuenta de que, en la vida de Jesús, todo es sobreabundancia. Todo es magnanimidad. En Caná de Galilea, 400 litros de vino. ¿Hacía falta tanto? Estaba acabando la boda… ¿no bastaba un poco menos? Cuando Jesús multiplica los panes, sobran doce cestos. Una de estas personas que lo sabe todo, habría ido a decirle: «No hacía falta tanto. Con menos multiplicación cubríamos igual…».
Es muy posible que, al ver nuestra vida cristiana, otras personas digan eso mismo: «No hace falta tanto». Como los que dicen que no hay que ser tan radicales, que no es preciso rezar tanto, que no es necesario estar siempre pensando en Jesús, y tanta insistencia en la oración y en pensar en los demás, por no hablar del sacrificio y el dedicar tiempo a la gente que no tiene a nadie… No hace falta tanto. Y tú y yo podemos encoger los hombros y quedarnos igual, o más bien responder que quizá sí: quizá sí que hace falta tanto. Los santos, contemplando el misterio de la Pasión han llegado a esa conclusión. El obispo Severo lo resumió en una carta a san Agustín: «La medida del amor es amar sin medida». Y al revés, cuando en una relación de amor entra el cálculo, se acabó el amor.
La medida del amor es amar sin medida porque, al amar, no damos solamente «lo que hace falta», lo útil, sino que queremos darlo todo, queremos darnos del todo. Revivir la Pasión es, en el fondo, una invitación a descubrir cuánto nos ama Jesús y hasta dónde está dispuesto a llegar para librarnos del pecado y llenarnos de la vida plena. El Sábado Santo es un buen día para mirar al Señor y agradecerle tanto amor. Como cualquier persona que ve que otra le ama mucho más de lo que merece, le diremos: «Jesús, no hacía falta tanto; pero una vez que me has dado todo este amor, me gustaría acogerlo todo. Gracias, Señor, gracias, gracias…».
….
Antes de terminar, miremos a María. A lo largo del sábado, los apóstoles volvieron al cenáculo y allí se encontraron con ella. Y la Virgen los abrazaría uno a uno. Secaría sus lágrimas, les devolvería la esperanza, quizá les recordaría que ya les había dicho su hijo, tantas veces, que debía ser entregado… En este Sábado Santo, María es la esperanza de la Iglesia, nuestra esperanza.
Venid al huerto, perfumes,
enjugad la blanca sábana:
en el tálamo nupcial
el Rey descansa.
Muertos de negros sepulcros,
venid a la tumba santa:
la Vida espera dormida,
la Iglesia aguarda.
Llegad al jardín, creyentes,
tened en silencio el alma:
ya empiezan a ver los justos
la noche clara.
Oh dolientes de la tierra,
verted aquí vuestras lágrimas:
en la gloria de este cuerpo
serán bañadas.
Salve, cuerpo cobijado
bajo las divinas alas;
salve, casa del Espíritu,
nuestra morada. Amén.