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Domingo de Resurrección

“El Reino de Dios ya está entre nosotros (Lucas 17, 21), va creciendo de modo invisible, siempre abierto a quienes tengan ojos para ver y oídos para oír lo que Dios quiere revelar a los hombres en su Hijo Jesucristo (cf. Mateo 13, 9-5)”.

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Te invito a leer

Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro. De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos.

El Ángel dijo a las mujeres: «No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado.

No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan en seguida a decir a sus discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán”. Esto es lo que tenía que decirles.»

Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.

De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: «Alégrense.» Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él. Y Jesús les dijo: «No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán.»

Te invito a meditar

¡Jesús ha resucitado! Llegamos al domingo de Pascua de Resurrección, después de vivir la penitencia cuaresmal y como conclusión de la Semana Santa en la que recordamos los misterios de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. Es, junto a la Navidad, uno de los “tiempos fuertes” de nuestra fe, un tiempo para crecer en nuestra vida de amistad con Dios, en la fe, la esperanza y la caridad. Celebramos el misterio pascual, misterio oculto por siglos a los hombres y revelado en Jesús a quienes creen en Él (cf. Colosenses 1, 26). 

La Resurrección de Jesús nos invita a celebrar la alegría de la salvación. Una alegría que es profunda, interior, aún en medio de las dificultades. A veces puede ser que la Pascua nos encuentre en un momento difícil de la vida, y entonces es una oportunidad para recuperar la alegría de la salvación, que supera toda tristeza. Sea cual sea el drama de nuestra vida, en Jesús resucitado siempre podremos encontrar la razón de nuestra esperanza (cf. I Corintios 15, 14). Vivimos en un mundo lleno de paradojas: necesitado de paz, de amor, muchas veces se impone la violencia, la muerte y el odio. El mundo necesita salir de la vieja lógica del “ojo por ojo, diente por diente” para dejarse cautivar por la lógica del Resucitado, que quiere dar un nuevo significado a toda nuestra vida, a las experiencias tristes y las gozosas, desde la mirada de Dios. 

De ahí que, para vivir la Pascua, es necesaria la mirada de la fe. La mente humana, cuando se aleja de la iluminación de Dios, se sumerge en la duda, en la desconfianza, en una mirada mezquina de la existencia. También nosotros, hombres y mujeres de fe, somos puestos a prueba constantemente. Como al apóstol santo Tomás, Jesús resucitado nos dice, después de cada prueba: “En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe” (Juan 20, 27). La Pascua es un tiempo de fe por excelencia, un tiempo para revitalizar la fe, sobre todo cuando se ha vuelto tibia y desabrida.

El misterio de la Pascua es misterio de muerte y Resurrección. La síntesis de este misterio es la “gloria de la Cruz”, como enseñaba San Pablo: “Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo” (Gálatas 6, 14). En estas palabras encontramos la razón que explica por qué muchos no pueden gozar de la alegría de la Resurrección: esto sucede cuando todavía estamos apegados – y muchas veces esclavizados – a los bienes de este mundo. Entonces tenemos una experiencia errónea de la resurrección, como si se tratara de una perpetuación de los goces de este mundo, que es perecedero. Es necesario pasar por la Cruz, ser purificado de toda esclavitud de este mundo, para poder gozar de los bienes del Cielo. Esto no significa no disfrutar de los bienes de este mundo, sino hacerlo según la ley de Dios, que nos enseña sabiamente el valor útil pero perecedero de las realidades temporales. 

La gloria de la Cruz significa buscar la gloria de Dios y reconocer el propio pecado. Reconocer la culpa y buscar sanar es condición fundamental para poder resucitar a la vida de los hijos de Dios. Como los enfermos que pedían a Jesús ser curados, es necesario reconocerse enfermo delante de Dios, porque en nuestras debilidades se manifestará el poder victorioso de la gracia de Dios (II Corintios 12, 9). Cuando podemos vivir la alegría de los hijos de Dios, encontramos un nuevo significado a nuestras culpas pasadas y presentes. Por eso cantamos en el Pregón Pascual: “¡Oh feliz culpa, que nos mereció tan noble y tan grande Redentor!”; no porque nos alegremos de nuestros pecados, que nos entristecen, sino porque Dios nos permite experimentar, aunque de un modo precario en esta vida, la victoria de Jesús sobre nuestros pecados. Es la alegría del esclavo que ha sido liberado. La libertad solo es posible en Cristo, porque solo Él nos guía por el recto sendero, nos hace descansar en verdes praderas, nos conduce a las aguas tranquilas y repara nuestras fuerzas (Salmo 23, 2-3). Por eso el Señor nos invita a cargar nuestra propia cruz, la de nuestros pecados y miserias, y seguirlo (Lucas 14, 27). De ese modo seremos liberados. 

Toda la Iglesia peregrina en una historia pascual, que pende de la Cruz de Cristo, como misterio de muerte y resurrección: está el plan de Dios que envió a Jesucristo; está el Espíritu Santo que anima la Iglesia; están también los pecados, las traiciones y las debilidades de los cristianos; está la gracia de Dios que salva lo que antes no podía ser salvado. La Iglesia entera, Cuerpo místico de Cristo, camina llevando su Cruz y la de la humanidad entera, en un largo camino de aprendizaje y purificación, de muerte y resurrección, hacia la manifestación definitiva de la nueva creación, de la Jerusalén celeste (Apocalipsis 21, 1-7), cuyas puertas nunca serán vencidas por el maligno (Mateo 16, 18). 

El Reino de Dios ya está entre nosotros (Lucas 17, 21), va creciendo de modo invisible, siempre abierto a quienes tengan ojos para ver y oídos para oír lo que Dios quiere revelar a los hombres en su Hijo Jesucristo (cf. Mateo 13, 9-5). Como en aquellos días en que el Señor se apareció resucitado a sus discípulos, Él nos invita a ir a su encuentro. A ser sus discípulos y también misioneros del Evangelio: no se puede separar estas dos realidades (cf. CELAM, Documento de Aparecida). Que esta Pascua cale hondo en nuestra vida, para que todo sea ocasión para alabar a Dios, contemplando su plan de salvación en los acontecimientos de nuestra vida, de la vida de la Iglesia y del mundo; para que cada día podamos levantarnos y caminar sirviendo a Dios y a la Iglesia en la misión encomendada; hasta que el Señor nos reciba un día en las moradas eternas, y al encontrarnos frente a Él escuchemos de su boca aquellas palabras que anhelamos: “Está bien, servidor bueno y fiel, entra a participar del gozo de tu señor” (Mateo 25, 21). 

Te invito a rezar

El Señor es mi pastor, nada me puede faltar. 

 

Él me hace descansar en verdes praderas, 

me conduce a las aguas tranquilas y repara mis fuerzas; 

me guía por el recto sendero, por amor de su Nombre. 

 

Aunque cruce por oscuras quebradas, 

no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo: 

tu vara y tu bastón me infunden confianza. 

 

Tú preparas ante mí una mesa, frente a mis enemigos; 

unges con óleo mi cabeza y mi copa rebosa. 

 

Tu bondad y tu gracia me acompañan a lo largo de mi vida, 

y habitaré en la Casa del Señor por muy largo tiempo.

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