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Giovanni Papini

Fue un Renacentista del siglo XX. Sus obras, múltiples y variadas, hay que leerlas teniendo en cuenta el momento de su vida en que las haya escrito, pues el suyo es un viaje que fue desde las profundidades del nihilismo hasta la fe cercana a la contemplación del Verbo.

Este educador y autor italiano es una indiscutida figura de la literatura universal. Pero, aun así, íntegra el lote de los “desplazados” por el progresismo cultural, en razón de haber transitado desde un furioso ateísmo escéptico y anticlerical en su juventud, hacia una conversión viva y encendida a la fe católica (en 1921), que llevó inclaudicable hasta el final de sus días. Su decidido ingreso a la Iglesia hace de Papini un honorable miembro del destacado “club de conversos”, compuesto por figuras de la talla de Gilbert K. Chesterton, John H. Newman, León Bloy, Pieter Van Der Meer De Walcheren, Raissa y Jacques Maritain, Paul Claudel y un largo y fecundísimo etc.

Papini, florentino él, es un verdadero renacentista del siglo XX, cultísimo y desbordante de inventiva literaria. Sus obras, múltiples y variadas, hay que leerlas teniendo en cuenta el momento de su vida en que las haya escrito, pues el suyo es un viaje que fue desde las profundidades del nihilismo hasta la fe cercana a la contemplación del Verbo (no en vano se siente identificado -de alguna manera al menos- con san Agustín de Hipona y su búsqueda infatigable de la verdad, y con el ascenso del Dante en su “Divina comedia”). Pasó con su filosa y fogosa pluma por la novelística, la filosofía, el cuento breve, la poesía. Y en todos esos campos, y varios otros más, dejó su marca de polemista sin par, frontal y enérgico, en medio de las batallas literarias de la Europa que a su vez se desangraba en las dos grandes guerras. Su obra en el campo de la literatura, aunque relegada y hasta podría decirse olvidada, fue reconocida por figuras tan dispares como Umberto Eco y Jorge Luis Borges, por un lado; o el Papa Benedicto XVI y el padre Leonardo Castellani, por otro. El P. Aníbal Fosbery, asimismo, tenía una particular predilección por este apasionado autor.

Principales obras literarias: su vastísima obra dejó monumentos indelebles, tanto en libros como revistas literarias. De entre los primeros, no se ponen de acuerdo los críticos acerca de cuál es su obra magna, por lo cual mencionaremos los más célebres de sus más de 70 escritos (5 de ellos póstumos y otros 5 en colaboración). De entre los más conocidos y difundidos resaltan sin duda la “Historia de Cristo”, “Gog” y su continuación, “El libro negro”. A ellos podemos sumarle: “Dante vivo”, “Cartas de Celestino VI a los hombres”, “San Agustín”, “Vida de Miguel Ángel en la vida de su tiempo”, “Palabras y sangre”, “La escalera de Jacob”, etc.

Párrafo seleccionado de una de sus obras: Pareciera algo obvio, pero no vamos a caer en la tentación (o en la fácil) de transcribir un pasaje de Historia de Cristo, y esto por dos razones: la primera es que se trata sin duda del libro más leído del gran florentino, y entonces tal vez ello provoque que se detenga ahora mismo la lectura de los que hasta aquí llegaron porque, efectivamente, ya lo habían leído. La segunda razón es que se trata probablemente del libro de Giovanni Papini más accesible y sencillo de conseguir. Se lo ha editado tantas veces, y hasta en tantos idiomas, que es perfectamente posible obtenerlo en alguna de esas añejas librerías que esconden múltiples tesoros, de esos que pasaron ya por otras manos, y que la última de ellas lo depositó allí con la esperanza de alzarse con algunas monedas (pero que a su vez nos permitió a nosotros configurar nuestras propias bibliotecas, donde la mitad de los libros son de primera mano, y la otra mitad son “usados”).

Nos propusimos entonces presentar un capítulo de su otro libro más famoso, y aún así no tan leído según nuestro parecer y entender. Nos referimos a Gog (1931), al cual un amigo personal de Papini lo reseña así: “Gog es la historia de un hombre riquísimo, que quiere pagarse todas las formas de epicureísmo cerebral de nuestros tiempos recogiendo «un efluvio perverso de las ideologías más extremas». Después de las aventuras más extravagantes y de las extravagancias más aventuradas, desea intentar vivir algunos días como pobre. Solo, con la ropa en el mismo desorden que el cerebro, atraviesa los Apeninos toscanos hasta que un día, harapiento y con hambre encuentra a una niña que le da un trozo de pan negro. Devora el pan con un deleite nuevo y descubre un sabor maravilloso (…) La obra resulta amarga pero no deja de ser placentera. A excepción de las últimas páginas, bellísimas, el material y la evolución del cuento agotan casi todo el brillo poético que confiere tanta inteligencia a otras prosas de nuestro autor. Yo quedé perplejo el día que me confesó que ése era el libro que más amaba de todos los que tenía; estábamos a mediados de 1942 y Gog no contaba ni siquiera con el mérito, siempre tan importante para todo autor, de ser su último libro. Al repensarlo me parece que Papini había hecho una alegoría de sí mismo y de sus aventuras intelectuales en el protagonista”  (Roberto Ridolfi; San Agustín y Gog de Giovanni Papini).

Vamos a agregar nosotros a lo anterior un manejo sublime de la ironía, el ingenio para construir tan diversas narraciones, y la vastísima cultura de Papini evidenciada en cada relato, por lo cual hemos elegido el siguiente de dicho libro.

New Parthenon, 17 julio.

Siempre he sentido un ardiente deseo de asistir a algún milagro y, para no verme defraudado, me he dirigido a los especialistas del ramo. He reunido, durante mis viajes, a cinco hombres que disfrutaban, en sus países, de la fama de poseer un poder especial en el arte de los prodigios, y los tengo aquí, a mi disposición.

Me cuesta considerables sumas -ninguno de ellos consentía en expatriarse sino a cambio de una importante indemnización-; pero soy, supongo, el único en el mundo que posee cinco Magos entre su personal de servicio. Uno solo podía faltar o no hallarse siempre dispuesto, mientras que de este modo estoy seguro de obtener el «milagro a domicilio» en el momento en que lo pida.

El primero de estos taumaturgos es tibetano y se llama Adjrup Gumbo. Dice ser “lama amarillo” y haber adquirido su poder mágico viviendo largos años en una gompa, en las más desiertas montañas del Tíbet, como discípulo del famoso Ralpa, de Ladak.

El segundo, Tiufa, es un negro wambagwe, del África Oriental, y era considerado, entre las gentes de su tribu, como el dueño absoluto de la tierra y del cielo.

En Bengala pude encontrar el célebre Baba Bharad, un sannyasi convertido en uno de los más extraordinarios faquires de toda la India.

El cuarto es Fang-Wong, un chino taoísta, adepto y luego maestro de la escuela tántrica, es decir, de la más reputada magia de Oriente.

El último es un europeo, Wolareg, que pretende hallarse en posesión de las más antiguas tradiciones iniciadoras y afirmar ser uno de los jefes del ocultismo occidental. No ha querido decirme nunca dónde nació; habla con toda perfección cuatro o cinco lenguas y escribe continuamente. Tiene casi dos metros de estatura y una cara de viejo muchacho mongol. Lleva el cuello siempre envuelto en una bufanda porque sufre de furúnculos y ántrax, y habla, no obstante su estatura, con una voz un poco infantil, pero al mismo tiempo solemne.

Creí haber escogido bien y poder al fin satisfacer el deseo de asistir a algún milagro entero y verdadero. Esto hubiera sido, de cuando en cuando, un remedio contra el horrible aburrimiento que me persigue en estos tiempos. Cuentas equivocadas, esperanzas vanas. Al menos hasta ahora -y hace más de un año que esos archimagos viven a mis espaldas- no he conseguido ver nada que se pueda llamar un milagro.

Reconozco que no Ies ha faltado la buena voluntad. Todas las veces que he dado la orden, a uno o a otro, para que me mostrasen un prodigio, han hecho todo lo posible por contentarme. Les he dejado en libertad para elegir el momento y el género de milagro; he concedido todas las prórrogas posibles.

Las promesas eran para engolosinar. Tiufa se compromete a hacer caer la lluvia en un día sereno y hacer huir el temporal; Fang-Wong tenía la seguridad de hacer aparecer cierto número de demonios que obedecieran a cualquier gesto mío; Adjrup Gumbo decía que estaba dispuesto a resucitar un cadáver en presencia mía y hacerme hablar con un muerto designado por mí; Baba Bharad, especializado en la levitación, me aseguraba que un día u otro ascendería sin ninguna ayuda cielo arriba hasta desaparecer de la vista y luego descendería a mi llamada; Wolareg, finalmente, se declaraba capaz de romper y mover los objetos sin tocarlos, transformar la sustancia de las cosas, fabricar oro, evocar espectros parlantes y hacerme dueño del mundo de los fenómenos y de lo oculto.

Pero todas sus tentativas han sido inútiles. Ahora faltaban, para el buen resultado del milagro, algunas esencias o piedras necesarias, que había de hacer venir del fondo de Asia o de África y que era preciso esperar algunos meses para que llegasen; otra vez eran contrarias las fuerzas cósmicas o no eran favorables las conjunciones de los astros, lo que hacía necesario aplazar la ceremonia; o bien el mago caía en una especie de catalepsia para realizar la tarea y manifestaba, al despertar, que un ocultista enemigo suyo se había enterado, desde lejos, de la operación que se estaba preparando. Wolareg declaró que no cabía hacer nada si no podía disponer, como oficina para los ritos, de una caverna subterránea, revestida de basalto, orientada según sus instrucciones, y provista de trípodes, de hierbas mágicas, de varias varitas esculpidas, hechas con huesos de iniciados difuntos, y de un sanctasanctórum. Hice construir esa gruta en la parte más extensa del parque, de acuerdo con los planos y deseos de Wolareg, pero, según decía, faltaba siempre algo esencial y que no podía encontrarse, y ha sido ése el que me ha costado más y el que me ha dado menos.

Los otros intentaron, algunas veces, ofrecerme algún truco ingenioso como sustitutivo de los milagros en vano prometidos. Les dejaba hacer, al principio, para divertirme y, luego, para desenmascararlos. No quería despilfarrar de ese modo mis dólares. Me había provisto, para no parecer un imbécil, de obras de prestidigitación y de ensayos críticos sobre los médiums y faquires y los había leído. Conmigo no era posible el engaño.

Una vez murió uno de mis camareros, y Adjrup Gumbo recibió el encargo de resucitarlo. Se encerró en la cámara del muerto por algunas horas, la llenó de humo y luego me mandó llamar. A través de los vapores y de los aromas, vi de pronto a mi pobre Ben que encogía las piernas y alzaba a sacudidas la cabeza; pero hice abrir las ventanas y me di cuenta de que el tibetano, sirviéndose de los hilos de la luz eléctrica, había recurrido, no a la ciencia de los lamas, sino a la corriente puesta a su disposición por la ciencia europea. Y el supuesto resucitado tuvo que ser enterrado al día siguiente en el cementerio vecino.

Baba Bharad quiso repetir ante mí el conocido prodigio de la simiente de mangostán que, sembrada y regada, después de una hora se transforma en una planta con frutos. Pero no me fue difícil, con la ayuda de una pala, demostrarle que conocía el misterio, es decir, que en el terreno había sido colocada con anterioridad, sobre un redondel de corcho, la plantita de mangostán, que el agua había levantado en el momento oportuno.

Fang-Wong hizo aparecer, en una estancia medio vacía, una forma verdusca que, según él, era uno de los más temibles demonios subterráneos, uno de aquellos espantosos «Fran-Lean». Mi lámpara de bolsillo me permitió reconocer, bajo la capa verde, a un negro empleado en la cocina que se había prestado a representar el papel de demonio ante la promesa de una botella de gin.

En lo que se refiere a Tiufa, tuve que resignarme a contemplar su cuerpo fuliginoso y untoso asaeteado por grandes alfileres, de cuyas heridas brotaban algunas gotas de sangre; muy poca sangre por el dinero que cuesta su manutención.

Es necesario ahora que piense en deshacerme de los cinco taumaturgos impotentes. Wolareg, desde la altura de sus dos metros asegura que falta el «aura», la «atmósfera magnética», que este país materialista no permite las manifestaciones de la pura «energía espiritual)), y, en fin, que mi escepticismo paraliza sus poderes y los de sus colegas.

Hecho notable: los cinco magos se han hecho muy amigos y disfrutan, cada día, de un milagroso apetito”

(Giovanni Papini; Gog, “El milagro a domicilio”).

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