Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?». Él les respondió: «No les corresponde a ustedes conocer el tiempo y el momento que el Padre ha establecido con su propia autoridad. Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra».
Dicho esto, los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos. Como permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir».
Si no queremos que la Ascensión se parezca más a un melancólico «adiós» que a una verdadera fiesta, es necesario comprender la diferencia radical que existe entre una desaparición y una partida. Con la Ascensión, Jesús no partió, no se ha «ausentado»; sólo ha desaparecido de la vista. Quien parte ya no está; quien desaparece puede estar aún allí, a dos pasos, sólo que algo impide verle. En el momento de la ascensión Jesús desaparece, sí, de la vista de los apóstoles, pero para estar presente de otro modo, más íntimo, no fuera, sino dentro de ellos. Sucede como en la Eucaristía; mientras la hostia está fuera de nosotros la vemos, la adoramos; cuando la recibimos ya no la vemos, ha desaparecido, pero para estar ya dentro de nosotros. Se ha inaugurado una presencia nueva y más fuerte.
Pero surge una objeción. Si Jesús ya no está visible, ¿cómo harán los hombres para saber de su presencia? La respuesta es: ¡Él quiere hacerse visible a través de sus discípulos! Tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles, el evangelista Lucas asocia estrechamente la Ascensión al tema del testimonio: «Ustedes son testigos de estas cosas» (Lc 24, 48). Ese «ustedes» señala en primer lugar a los apóstoles que han estado con Jesús. Después de los apóstoles, este testimonio por así decir «oficial», esto es, ligado al oficio, pasa a sus sucesores, los obispos y los sacerdotes. Pero aquel «ustedes» se refiere también a todos los bautizados y los creyentes en Cristo. «Cada seglar –dice un documento del Concilio- debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y señal del Dios vivo» ( Lumen gentium 38).
Se ha hecho célebre la afirmación de Pablo VI: «El mundo tiene necesidad de testigos más que de maestros». Es relativamente fácil ser maestro, bastante menos ser testigo. De hecho, el mundo bulle de maestros, verdaderos o falsos, pero escasea de testigos. Entre los dos papeles existe la misma diferencia que, según el proverbio, entre el dicho y el hecho… Los hechos, dice un refrán ingles, hablan con más fuerza que las palabras.
El testigo es quien habla con la vida. Un padre y una madre creyentes deben ser, para los hijos, «los primeros testigos de la fe» (esto pide para ellos la Iglesia a Dios, en la bendición que sigue al rito del matrimonio). Pongamos un ejemplo concreto. En este período del año muchos niños [y jóvenes] se acercan a la primera comunión y a la confirmación. Una madre o un padre creyentes pueden ayudar a su hijo a repasar el catecismo, explicarle el sentido de las palabras, ayudarle a memorizar las repuestas. ¡Hacen algo bellísimo y ojalá fueran muchos los que lo hicieran! Pero ¿qué pensará el niño si, después de todo lo que los padres han dicho y hecho por su primera comunión, descuidan después sistemáticamente la Misa los domingos, y nunca hacen el signo de la cruz ni pronuncian una oración? Han sido maestros, no testigos.
El testimonio de los padres no debe, naturalmente, limitarse al momento de la primera comunión o de la confirmación de los hijos. Con su modo de corregir y perdonar al hijo y de perdonarse entre sí, de hablar con respeto de los ausentes, de comportarse ante un necesitado que pide limosna, con los comentarios que hacen en presencia de los hijos al oír las noticias del día, los padres tienen a diario la posibilidad de dar testimonio de su fe. El alma de los niños es una placa fotográfica: todo lo que ven y oyen en los años de la infancia se marca en ella y un día «se revelará» y dará sus frutos, buenos o malos.
Señor, yo creo, yo quiero creer en Ti
Señor, haz que mi fe sea pura, sin reservas, y que penetre en mi pensamiento, en mi modo de juzgar las cosas divinas y las cosas humanas.
Señor, haz que mi fe sea gozosa y dé paz y alegría a mi espíritu, y lo capacite para la oración con Dios y para la conversación con los hombres (…).
Señor, haz que mi fe sea activa y dé a la caridad las razones de su expansión moral de modo que sea verdadera amistad contigo y sea tuya en las obras, en los sufrimientos, en la espera de la revelación final, que sea una continua búsqueda, un testimonio continuo, una continua esperanza.